Estamos
asistiendo a una grave crisis migratoria de población desde lugares en
conflicto bélico (Siria, Irak, Afganistán) que se une a las que
tradicionalmente se vienen experimentando desde África y Sudamérica, que tienen
el común denominador de la huida de la violencia y de la pobreza.
Hecho que incrementa el fenómeno
crítico de los movimientos migratorios sobre Europa, que por otra parte, más
allá de programas de reforzamiento formal de sus fronteras (programa Frontex),
apenas está tomando la situación con la diligencia y urgencia que requiere,
tanto en organizar los flujos en las fronteras, atender a los refugiados y
asilados como corresponde a su dignidad humana, posibilitándoles alojamiento y
comida, además de tratar la situación de cada cual.
Pero los hechos que nos vienen
retransmitiendo los medios de comunicación, en forma de sucesos mortales, o de
acumulación de personas (incluidas familias con niños) en medio del campo al
sol con las altas temperaturas del verano en el sur europeo, incluso
repeliéndoles con el empleo de fuerza pública, merece moralmente toda
reprobación.
Hay que tener en cuenta que muchos
vienen huyendo de la guerra, que como la que ha desatado el Estado Islámico con
gran crueldad genocida, les podría suponer la muerte de permanecer en sus
países, por tanto, en no pocos casos habría de operar la figura del asilo
político, del refugiado, más que la del emigrante, por estrictas razones de
humanidad y justicia. Y tal cosa, debería conllevar una respuesta más urgente y
eficaz de la UE y sus socios, que la cautelosa y recelosa filtración y cierre
de fronteras.
Además de memoria histórica y
solidaridad, Europa haría bien en recordar los éxodos migratorios que
provocaron las dos guerras mundiales en su territorio, con el sufrimiento
subsiguiente; por tanto, por encima de cualquier otra consideración sólo cabe
la aplicación efectiva de una ética solidaria que de cobijo a estas personas. Y
ello, sin olvidar también, que los conflictos de los que huyen tuvieron –en cierta
medida- su origen en la decisión de intervención en esas zonas geoestratégicas
por parte del primer mundo que acabaron por desestabilizar zonas tan sensibles
como Irak, Afganistán y la zona del Kurdistán, dando lugar a un radicalismo
islámico belicista que se ha expandido por la zona inflamando la confrontación
civil Siria con clara amenaza para la paz mundial.
Por consiguiente, más allá de las
medidas humanitarias de acogida, que son necesarias, deberían las potencias
occidentales poner coto a este conflicto para poder pacificar la zona y con
ello llevar la paz y el progreso ulterior a las extensas zonas en guerra
posibilitando así la estabilidad socio-económica de los habitantes de la zona.
De igual manera, que para evitar flujos
migratorios masivos por las tradicionales razones socio-económicas, que suelen
ser la mayoría de los casos de África y Sudamérica, habrían de conllevar una
seria intervención de la ONU para propiciar la estabilidad política que de paso
a la estabilidad económica y social, en vez de dejar a su suerte a países con
regímenes tiránicos y cleptocráticos que esquilman los recursos de sus países y
explotan a sus habitantes, cuya única oportunidad vital es percibida por estas
poblaciones a través de la emigración.
Sin embargo, hay que considerar que
dicha opción no suele ser la solución cuando se lleva a cabo de forma masiva
por lo que supone de mayor empobrecimiento del país de salida, y de
conflictividad social en los países de llegada, si los flujos desbordan la
capacidad real de la economía del país de llegada.
Por consiguiente, atendidas las razones
de urgencia humanitaria, habría de ir considerando el acometimiento de una
acción a escala global (lo cual sólo es posible con la determinación de la Comunidad
Internacional y especialmente de las potencias económicas y militares) para
revertir este desorden injusto a escala internacional y apaciguar los lugares
en conflicto empezando por la desparasitación política de los lugares más
contaminados, que llegue a imponer un recto orden de cosas desde la honradez y
la justicia, premisas iniciales para el desarrollo de cualquier nivel de
convivencia económica y social, abandonando la codicia que a veces ha guiado las
relaciones entre países del primer y tercer mundo, en que desde ciertos
sectores plutocráticos del primer mundo, se han venido explotando los recursos
de países del tercer mundo al modo colonial, entendiéndose con las elites políticas
del lugar a cambio de permitirles todo tipo de desmesura y atropello sobre su
propia población. Mientras no se abandone esa codiciosa hipocresía, seguiremos
padeciendo un mundo injusto en el que parte de la población tiene que abandonar
su tierra para que la dejen vivir, pero a cambio suele ser objeto de nueva
explotación en los países de destino, junto con los desequilibrios que tal
hecho genera cuando se da a gran escala.