Los noticiarios de los últimos días han traído a primera plana informativa internacional los disturbios en Inglaterra, que han afectado a varias de las principales ciudades del país, originado víctimas mortales e importantísimos daños materiales.
El hecho de la violencia urbana siempre suele ser un síntoma de descomposición social, particularmente porque supone el inicial fracaso de los cauces civiles de resolución de conflictos públicos; pues toda sociedad tiene que tener un mecanismo de arreglo de problemas que le conciernen, en el ámbito de las Instituciones Públicas o incluso de la propia sociedad civil. Por tanto, cuando el conflicto salta a la calle evidencia el fracaso de esos mecanismos previos. Aunque el hecho de exteriorizar un conflicto, por sí solo, no tiene por qué suponer tal fracaso, sino también una estrategia para difundir una determinada situación que un colectivo considera injusta. Siendo así, que las democracias tienen previstas estas circunstancias, y reconocido el derecho de manifestación pública, para dar curso a la protesta pública de los afectados.
Ahora bien, no es ese el caso de los disturbios ocurridos en Inglaterra, pues allí han sido la consecuencia de un lamentable suceso, que ha llevado la rabia y la protesta consecuente de los afectados y allegados a la calle, con el consiguiente disturbio. Hasta ahí, casi que encaja en los patrones de actuación social previstos ante un súbito y dramático incidente.
Sin embargo, lo que ya no es tan normal es que, con ocasión de este incidente, se generen altercados públicos de la entidad de los ocurridos, con destrozo de mobiliario urbano, incendio y asalto de comercios, agresiones a las fuerzas del orden, y saqueos generados por una legión de jóvenes cuya motivación, al parecer ya no es la protesta inicial, sino aprovecharse del altercado originado para robar, agredir, y destruir. Como si de un febril estado de contagio agresivo los poseyera, descendiendo a la más baja condición humana de animalidad descontrolada.
Tales hechos, sin embargo tienen otros antecedentes, acaso los más recientes han sido los disturbios que se generaron en varias ciudades francesas hace un par de años, por hechos análogos, que siguieron idéntico patrón de conducta criminal, en personas que no tenían antecedentes delictivos, y si alguno los tenía era de escasa entidad.
Ante tal situación, la pregunta es obligada: ¿qué está pasando en las sociedades “civilizadas” con estos atípicos y extendidos brotes de violencia mimética?, ¿qué está fallando?, ¿a qué obedece esta patológica sintomatología?.
La respuesta es compleja y requiere un análisis más profundo que este abordaje periodístico, y posiblemente pase por la “cultura individualista y consumista” en la que están inmersas la mayoría de las sociedades occidentales, donde los valores humanos de solidaridad, esfuerzo, respeto al bien común, identidad social común, etc., o no existen o se han desvanecido progresivamente; pudiéndose constatar una cultura del rápido enriquecimiento, del egoísmo, de la agresividad, de la baja tolerancia a la frustración, que priman ya no tanto el ser como el poseer; donde el honor, la honradez, y el respeto han dejado de tener un auténtico significado en los planos social e individual. Acabando por imponerse la “ley de la selva”. Algo que los Estados no deben permitir, pues esa actitud ataca indirectamente la esencia de toda empresa común.
Por consiguiente, el momento actual requiere como soluciones inmediatas las acciones policiales contundentes que tiendan a restaurar el orden y la legalidad. Pero ahí no acaba la labor que la sociedad –posiblemente ha descuidado en un “irenismo roussionano”-, ya que esta ha de emprender una acción preventiva sobre el cuerpo social, a cuyo fin ha de postular y ejecutar medidas de educación cívica, pues se trata de un problema base de educación, más que de instrucción.
Nuestras sociedades democráticas, a fuer de ser respetuosas con el individuo han asumido la normalidad de un idividualismo egoísta incapacitante de toda actuación social, y en esa situación han descuidado la formación del cuerpo social en valores cívicos (de convivencia, respeto, e identidad social), habiéndose impuesto un nihilismo socialmente disolvente que se nutre del egoísmo hedonista y consumista que tan nocivo está resultando para nuestras nuevas generaciones, que están mostrando el efecto de descomposición social.
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