El Tribunal Constitucional –heredero del Tribunal de Garantías Políticas de la II República, aunque actualizado al constitucionalismo europeo contemporáneo- ha vuelto a estar en el “ojo del huracán” de la polémica política, por la difícil resolución judicial, que a modo de sentencia ha dictado sobre la estimación del recurso de amparo de la candidatura política de BILDU en las próximas elecciones autonómicas y locales.
La extremada dificultad de la determinación sobre la vinculación de los candidatos de dicha agrupación política al mundo del terrorismo de ETA, cuyo criterio contrario marcó el Tribunal Supremo –estimando las pruebas policiales aportadas-, justo las mismas que el Tribunal Constitucional ha desestimado confiriéndole el valor de meros indicios, en cuya virtud para una minoría mayoritaria de los magistrados no eran suficiente prueba para declarar la ilegalidad de dichas candidaturas y por consiguiente, prohibir su concurrencia al proceso electoral. Habiendo quedado una minoría de magistrados –casi la mitad- que han estimado lo contrario, y anuncian votos particulares, a la sentencia.
Por consiguiente, una cuestión política –que llega a sede judicial, en concreto a la cúpula de la misma, en el TS y TC, para la aplicación de la ley- resulta que en el TS hay una interpretación distinta a la que finalmente da el TC – por escaso margen de sus componentes-, no debe resultar del todo extraño pues es habitual en la vida judicial que no haya unanimidad interpretativa de hechos y normas, y que tal disenso pueda afectar a diversos órdenes judiciales como a diferentes juristas. Y de ello, no necesariamente se han de sacar consecuencias impropias e infundadas.
No obstante, se puede entender el alcance público que pueda generar en la opinión pública estos disensos interpretativos, e incluso disentir del sentido de lo resuelto, pero en todo caso respetuosamente. Lo que no nos parece correcto, es que se pueda montar una campaña de insinuaciones prevaricatorias sobre determinados componentes del alto Tribunal, pues ni es justo, ni hace ningún bien al normal funcionamiento de las Instituciones Políticas en nuestro país.
Tal es el caso, que en el fondo viene a plantearse la falta de independencia de los magistrados del Tribunal Constitucional, en función del grupo político que les propuso, ya que como se sabe, el Tribunal Constitucional se compone de doce miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial (art. 159.1 CE). Siendo una forma de elección análoga a la prevista para los Tribunales Constitucionales Alemán e Italiano; y que como manifestó Oscar Alzaga, daba cobertura al origen tripartito (legislativo, ejecutivo, y judicial), adoptando un significado integrador de los poderes del Estado en su composición y a lo que se les sumaba el nombramiento formal por parte del Rey. Lo que también enfatizó, García Pelayo al indicar que resulta ser el único órgano constitucional en el que para la designación de sus miembros, intervienen los demás órganos constitucionales del Estado lo que tiende a reforzar su dignidad y función integradora.
Por su parte, Fernández Segado ha indicado que la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional han previsto un conjunto de frenos y obstáculos que se oponen al sentido partidista de los magistrados constitucionales. Tales son: la exigencia de una mayoría cualificada; el largo periodo de desempeño del cargo; la renovación parcial del Tribunal; la irreligibilidad inmediata de los Magistrados; y la cualificación requerida para su acceso. A las que habría de añadirse las derivadas de su estatuto jurídico (inamovilidad, inviolabilidad, incompatibilidades, independencia económica, etc.).
Sin embargo, no han contribuido mucho a dar una imagen de auténtica independencia los mismos planteamientos de los partidos políticos dificultando el consenso necesario para la renovación de los miembros del Tribunal Constitucional, vinculando algunas prórrogas por falta de acuerdo de renovación a la conclusión de determinados asuntos, o la divulgación de las públicas listas de candidatos conservadores o progresistas, pues todo ello genera una percepción pública de que la lucha política y de intereses partidistas se lleva hasta las altas instituciones del Estado, como es el caso del Tribunal Constitucional. Creándose, a su vez, un clima de “tribunal político”, influenciable por los grandes partidos políticos y las luchas políticas.
Por consiguiente, más allá del acierto o desacierto jurídico constitucional de la concreta Resolución sobre BILDU, habría que respetar la función y labor institucional de este alto Tribunal, cuidar su funcionamiento según la legalidad constitucional vigente, y a partir de ahí, respetar las “reglas de juego constitucionales” en tanto sigan vigentes, y acatar respetuosa y lealmente su ámbito de actuación, aunque políticamente se discrepe por razones de técnica jurídica, o de oportunidad política. Pero lo último que se debe es lanzarse a una alocada e histérica crítica destructiva que perjudica al Estado.
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