Las
actitudes dogmáticas suelen abocar en autoritarismos liberticidas que
quebrantan cualquier proyecto moral de convivencia social pacífica, pues es
esencial en toda convivencia el respeto mutuo, para evitar que nadie resulte
arrollado, dañado o postergado por las imposiciones de otros.
En definitiva se trata de erigir la
base convivencial sobre el respeto a la
libertad de conciencia, pensamiento, expresión y manifestación, etc., haciendo posible que cada cual viva –dentro de
un marco de respeto cívico, amparado por la legalidad- como crea conveniente,
siempre en beneficio del interés común, salvaguardando el respeto a las
minorías.
Por consiguiente, en toda democracia
que reconozca constitucionalmente los derechos humanos y civiles, según resulta
apropiado a la dignidad humana, se han de respetar los derechos individuales de
creencia, ideología, expresión, etc. Si bien, en el ámbito de lo público, bien
se ciñe a lo puramente colectivo que resulte del común denominador de la
convivencia cívico-política de cada comunidad, bien se dispone un ámbito cultural según
corresponde al parecer mayoritario de la colectividad, y en
todo caso, respetando el ejercicio de derechos y libertades individuales que
garanticen a las minorías el ejercicio de sus respectivos derechos
particulares. Naturalmente, siempre proscribiendo
cualquier conducta que perjudique a terceros, que conlleve algún tipo de daño o
acción delictiva, entre las que se recoja las faltas de respeto a los demás
(incluidas sus ideologías políticas, sus creencias religiosas, etc.). Algo que
resulta extremadamente necesario para garantizar la pacífica convivencia social
en las modernas sociedades multiculturales.
Naturalmente, a ello ha de
contribuir todo colectivo social, como la misma educación cívica social de
manera que garantice una actitud social de permanente tolerancia, frente a
pasados de intransigencia religiosa y política que tan nefastos resultados
produjo, y sigue produciendo en sociedades donde el fanatismo y el odio se ha
impuesto, disfrazado de argumentarios étnicos, políticos e incluso religiosos,
en lo que resulta una gran paradoja difícil de explicar, que tanto sufrimiento
ha reportado a nuestro mundo.
Pero al propio tiempo, si se
deploran dogmatismos y actitudes autoritarias tradicionales, no podemos dejar
pasar los nuevos dogmatismos so pretexto de falsa progresía, ni mucho menos el anacronismo
de la “tolerancia de la intolerancia”, que viene de la mano de grupos fanáticos
que previamente han recabado la tolerancia para sí mismos, exhibiendo un
victimismo legendario e irredento, para actuar en la práctica con gestos
violentos de intolerancia como la ocupación de lugares sagrados –de uno u otro
signo religioso-, la irrupción en actos religiosos alterando el orden de los
mismos, o los ataques personales a miembros de entidades religiosas, como fue
el caso del ataque que refleja la fotografía que ilustra este artículo, en el
que un prelado católico fue atacado por feministas durante una conferencia en
Nicaragua, como en su día un colectivo feminista irrumpió en la catedral de la
Almudena de Madrid, o la edil de Podemos en la capilla de la Universidad
Complutense de Madrid, etc., etc.
Ello no supone que se defienda la
vuelta a experiencias políticas de confesionalidad, que han mostrado que no son
todo lo positivas que se pretendieron, sino que en un ámbito de separación de
Iglesia y Estado, en un mundo secularizado se puede y se debe convivir pacífica
y respetuosamente con personas adscritas o de pensamiento diverso (confesional
de uno u otro credo, aconfesional, agnóstico, ateo, laicista, etc.), sin que se
hayan de imponer de forma autoritaria planteamientos laicistas liberticidas,
dado que siempre habría de respetarse un ámbito de libertad personal y grupal
(en la dimensión privada) que aseguren su práctica, y con ello el desarrollo
pleno de la persona según su propio proyecto de vida en libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario