En una inusual decisión, el rey
Felipe VI se distancia de los problemas de familia, retirándole el ducado de
Palma a su hermana la Infanta Cristina, como consecuencia del desarrollo de los
acontecimientos judiciales que llevan a que esta se siente en el banquillo para
ser enjuiciada por lo penal junto a su marido.
Posiblemente haya sido una de las
decisiones personales más complicadas del joven monarca, y pone de manifiesto
cierto grado de antinaturalidad entre la institución monárquica y la
institución familiar, en relación a que de esta última en el argot popular
siempre se ha dicho “(..) que con razón o
sin ella, siempre se había de estar con la familia (..)”, en lo que viene a
reflejar un sentimiento natural de apoyo mutuo y solidaridad, en lo que la
institución familiar suele ser ejemplo inveterado. No así, la política –incluso
la política institucional con mayúsculas-, en donde los intereses
institucionales y aún de Estado priman sobre los sentimientos familiares, e
incluso sobre lazos de sangre.
Así el grado de exigencia de
irreprochabilidad, así como del ejercicio carismático del liderazgo de Estado,
es evidente que prima y ha de primar sobre los intereses particulares, y aún
sobre los sentimientos personales. Tal es lo que haya de tachar de inhumanidad
de dicha posición. Pero al tiempo, es dicha posición inmaculada, ejemplar, la
que ha de guiar la ética pública, por lo cual no se puede permitir excepciones
que no estén en tal línea de ejemplaridad pública.
Sin embargo, el hecho por necesario y
esperado no deja de ser sorprendente por lo extraordinario que resulta. Al
tiempo que no parece que se haya gestionado bien con la debida coordinación,
dadas las contradictorias noticias del entorno de la Infanta, sobre que esta
había renunciado a dicho título nobiliario antes que la desposeyera su egregio
hermano, que a su vez, contrastan mal con las noticias dadas por la propia Casa
Real y con los mismos hechos en los que el propio Rey ha sido el que finalmente
lo ha dispuesto. De forma que si hubiéramos de dar crédito a las noticias de la
previa renuncia de la Infanta, acaso se hubiera evitado el acto de fuerza de la
revocación real del título nobiliario, y hubiera aparentado todo como más
conforme, pactado, y naturalmente de menor dureza y rigor.
Ahora más allá del hecho en sí, de lo
insólito y escandaloso del caso, de su afectación o no a la institución
monárquica, pese a los “cortafuegos” aplicados; no podemos por menos que
recordar hoy el injusto tratamiento que se le ha estado dando en algunos medios
de prensa al juez instructor (dejado en plena soledad hasta por el Fiscal del
caso, que se suponía debía de acusar), el trabajo que ha tenido que realizar en
solitario, en un trasiego realmente delicado para su propia credibilidad
profesional, con presiones ambientales múltiples. ¡Ahora qué…!. ¿Rectificarán
todos los aquellos que montaron un frente público de opinión?.
A este juez, benemérito servidor
público, el Estado le debe un homenaje, una distinción, como mínimo debería de
ser galardonado con las máximas distinciones de los servidores de la justicia,
como cumplidor ejemplar de sus obligaciones públicas.
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