La
comunicación del Papa Benedicto XVI de poner fin a su Pontificado de forma
anticipada, por su confesa declaración de falta de fuerzas para seguir
cumpliendo con su misión, ha cogido por sorpresa al orbe católico, por la
súbita decisión papal y por lo insólito del procedimiento dimisionario en la
sede de San Pedro.
Aunque
desde el punto de vista racional no debe de sorprender que un octogenario –que
padece sus achaques propios de su avanzada edad- quiera poder vivir en paz su
última etapa vital, cosa que no suele ser lo propio de un Papa por los
múltiples compromisos públicos y trabajo de su abultada agenda.
Sin
embargo, en esta decisión –que en el caso de Ratzinger seguro ha sido
profundamente meditada- hay un cambio de modelo, o actitud en relación con la
de su antecesor Juan Pablo II –quien se mantuvo en un progresivo deterioro
físico, mostrando su personal sufrimiento de forma pública en el ejercicio de
su pontificado- y que hasta la muerte no cedió la mitra papal. Sobre lo cual,
se dieron todo tipo de explicaciones y razonamientos sobre la entrega total del
anciano Papa, incluso se vino a decir que Cristo no se bajó de la cruz, en el
sufrimiento. Aunque no faltaron críticas ante esa exhibición pública de una
personalidad en progresivo y rápido deterioro, sufriendo innecesariamente hasta
el final de sus días cargado con la pesada carga de la cátedra de Pedro.
Algo que
Benedicto XVI no ha querido repetir en su persona, quizá por su carácter más
racional, menos emotivo –que su antecesor-, y por ser consciente de la
caducidad humana –por muy asistida que se encuentre del Espíritu Santo-. Por
ello, y dado que la Iglesia necesita el ejercicio de un poder carismático, de
un nuevo liderazgo para estos tiempos, quizá ha sido consciente que él por su
edad, por su deterioro físico (parece que la diabetes le ha afectado seriamente
a la vista, etc.), ha visto humildemente que era el momento de dejar paso a
otra personalidad que pueda acometer con mayor fortaleza y determinación el
gobierno de una Iglesia que ha llegado internamente atomizada en diversidad de
grupos particulares en que se articula la catolicidad, que ha retrocedido
respecto de los postulados del Concilio Vaticano II, que tiene importantes
desafecciones del mundo laico, y que salvo en África y Sudamérica, parece haber
dimitido de su misión de evangelizar a los hombres, aunque no falten
declaraciones de todo tipo, pero no se acomete una auténtica evangelización de
un mundo cada vez más secularizado, que ha dado la espalda a una Iglesia
endogámica, arrugada a la defensiva de los acontecimientos.
Por ello,
vemos en este gesto un acto sabio y humilde de un Pontífice, que ha sido uno de
los grandes teólogos del S. XX, que se ha mostrado en desigual condición como
profesor de teología –como intelectual- que como guardián de la fe, y
finalmente como Papa. Y que ha
comprendido que él no era el Papa que la Iglesia necesita para liderar, aunar
al mundo católico del comienzo del tercer milenio. Decisión en la que no habrá
ahorrado oraciones, y que no por casualidad adopta en el día de la Virgen de
Lourdes (la Inmaculada Concepción), a la que seguro que el Santo Padre se ha
encomendado y ha encomendado a la Iglesia.
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