Ante la
crisis europea –que es más que económica-, cada día se hace más necesario
preguntarse: ¿por qué somos europeos?. Es decir, ¿qué me une a Europa, y por
qué me interesa estar en Europa?. Naturalmente la pregunta, no la planeamos en
términos geográficos sino políticos y económicos, que es de lo que en
definitiva va la cosa.
Hemos
conocido, anhelado, e incluso nos hemos beneficiado de una Europa unida en
torno al Mercado Común (la antigua CEE), que fue una herramienta de
reconstrucción y pacificación de Europa, en la que pudimos entrar avanzada la
democracia española, homogeneizando ciertos parámetros económicos para poder
acceder sin taras al mercado que en común habían puesto varios países del
Continente y que les reportó considerables beneficios. Tal es así, que para
facilitar la equiparación al estándar europeos se facilitaron considerables
ayudas a los diferentes países miembros, y de ello se consiguieron pingües
beneficios mutuos.
Sin
embargo, ese formato puramente mercantil –que fue la base de la cooperación-y tan
buenos resultados reportó, con el discurrir del tiempo se fue remodelando,
dando lugar a una nueva tipología que –más allá del mercado, de lo económico-
quiso ir a lo político, en un inconfeso y ambiguo formato de Confederación (o Federación
de Estados), en que por medio del Tratado de Maastricht se planteó la cesión de
competencias soberanas (parcelas de soberanía) a la nueva Confederación (Unión
Europea), que planteó la libre circulación de capitales y personas, la
supresión de controles fronterizos (con el establecimiento del Espacio
Schengen) , y la fallida elaboración de una Constitución Europea (que los
crédulos españoles aprobamos, mientras fue rechazada en otros países, y
finalmente retirada), que llevó a una reformulación en el Tratado de Lisboa.
Todo ello, conllevó un piélago confuso político-burocrático, con un Ejecutivo,
un Legislativo y un Judicial de la UE –cada vez más alejado de los ciudadanos-,
y un creciente protagonismo político de Alemania que tras la reunificación –en la
que Europa contribuyó a facilitarla económicamente- asumió un desigual
liderazgo dentro de la UE.
El
liderazgo alemán (en otro tiempo contrarrestado por Reino Unido y Francia) se
ha ido fortaleciendo con la no integración del Reino Unido en el euro, y con
los efectos de la crisis económica que también ha debilitado a Francia, y en la
que Alemania fortalecida política y económicamente ha actuado como banquera de
Europa, y con la crisis se muestra como un implacable acreedor que busca el
recobro a toda costa, y un socio insolidario, que impone sus propios intereses –caiga
quien caiga- al amparo de su fortaleza político-económica.
De esta
forma nos hemos quedado con la asombrosa sensación que de la predicada
fraternidad europea sólo quedan los acordes del himno, y estamos despertando de
un sueño utópico tornado en pesadilla neocolonial entre un eje centro europeo
pangermánico (Alemania y Holanda) que se impone a una periferia en caída libre,
en la que no hace de freno el autismo insular británico, ni la debilitada
Francia.
Se nos dice
que la actual crisis requería en España, y en otros países, haber devaluado la
moneda, pero como tenemos el euro (controlado férreamente por Alemania, a la
que no interesa la devaluación), no hay tal devaluación; de manera que la
opción es devaluar en los costes salariales, y así los trabajadores y la clase
media en general soporta el costo de la devaluación con sus sufrimientos, en
tanto que el capital sigue indemne. Es decir, no se ha afectado lo más mínimo
(mientras que si se hubiera devaluado la moneda, como en ocasiones anteriores,
entre todos hubiéramos soportado el costo de la crisis). Luego, la pregunta
está servida: ¿a quién beneficia este sistema?. Naturalmente al gran capital.
En absoluto a los trabajadores, y clases medias. Sin embargo, se sustenta en
una aparente democracia, en que la mayoría la detenta una ciudadanía compuesta
por trabajadores y clases medias. Entonces, ¿cómo permiten que les hagan esto?.
Luego, aquí
tenemos ya un importante y grave fallo democrático, basado en que se han hecho
cesiones de soberanía estatal a favor de la UE (especialmente en materia
económica y financiera), ante lo cual ¿qué nivel de incidencia o influencia
tiene la ciudadanía?. Cada vez menos, pues la ciudadanía europea sólo vota
periódicamente a candidaturas nacionales de eurodiputados, que luego se diluyen
en los grupos parlamentarios europeos por afinidad ideológica. El resto de la
gobernabilidad europea viene a ser diferida por parte de los ejecutivos
nacionales, en un extraño y peculiar reparto.
Y ya se
sabe, que no hay mejor forma de sustraer al control ciudadano una determinada
acción de gobierno o una Institución que distanciarla de su ámbito, y sobre
todo darle escasa participación política. ¡Tal es la actual construcción
europea.!
La misma
que ha acudido a “salvar el euro”, los bancos, pero ha abandonado a su suerte a
millones de ciudadanos europeos (griegos, portugueses, irlandeses, italianos,
españoles, chipriotas, etc.).
Entonces,
¿por qué somos europeos?. Al menos en el actual formato de la UE. Quizá nos
trajera más cuenta retornar al de la CEE, que demostró una eficacia que la UE
tiene aún por demostrar, y dejaba plena soberanía en cada país para que se
gobernaran como estimaran conveniente.
Alguien
tendría que hacer seriamente esta pregunta, y propiciar un periodo de reflexión
pública sobre la misma: ¿por qué somos europeos?. Y a partir de ahí decidir lo
que más nos convenga.
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