Llega un año más y celebramos otro
aniversario de la Constitución Española, que hizo posible un acuerdo consensual
entre los actores políticos de la época para hacer un tránsito pacífico entre
la dictadura franquista y la nueva democracia. Algo que tuvo un gran valor
político por lo el logro que supuso en un marco de paz, que todos pretendían,
pero casi nadie podía asegurar, pues aún estaban los dramáticos recuerdos de la
confrontación civil presentes.
De manera que, hay que reconocer
objetivamente las cosas, el consenso constitucional supuso rectificar el rumbo
político, que durante cuatro décadas vino marcado por los vencedores en la
Guerra Civil que se habían impuesto por la razón de la fuerza, no por la fuerza
de la razón, habiendo incriminado a toda la oposición política en una causa
general contra la disidencia del régimen franquista, que fue evolucionando en
su interior desde las posiciones fascistas más rigurosas del falangismo y el tradicionalismo monárquico carlista,
hasta la apertura tecnocrática y teocrática nacional-católica de los años
cincuenta para acercarse al Occidente liberal triunfante en la II Guerra
Mundial, que empezaba a generar el bloque político militar del Oeste en el marco
de la nueva Guerra Fría.
Por consiguiente, el probabilismo del sector
del régimen más avanzado, conocedor de la imposible sucesión de un franquismo
sin Franco –pese a la domesticación de la sociedad civil española, y de los
estamentos políticos subyacentes-, dieron paso a que la reinstaurada monarquía
se distanciara de su origen reinstauracional franquista, para asumir una
democracia liberal de porte europeo. Pero lo difícil era convencer al establishment
franquista que se suicidara políticamente sin condiciones, al tiempo que
convencer a la izquierda en el exilio a colaborar con una nueva saga reformista
de la política española para traer una democracia coronada, en progresiva
mutación desde la dictadura franquista y el desmantelamiento de todo su aparato
político-militar.
En esas condiciones, no se podía pedir el
mayor de los éxitos, pues éste inexorablemente se habría de traducir en el
acuerdo que fuera posible, en un consenso de supervivencia, acaso un consenso
de mínimos que –desde la mutua desconfianza- se fue tejiendo entre los
distintos actores políticos de la transición, y así se fraguó la vigente
Constitución española de 1978, que por otra parte, ha propiciado uno de los
procesos de paz y concordia más largos de la historia constitucional española, aunque
no ha logrado ser aceptada en su totalidad como la solución de convivencia
permanente, como el contrato social que nos una a todos los españoles.
Hay que reconocer que, más allá de algunos
detalles, no menores, como la igualdad de sexo en el ámbito de la corona en
orden al llamamiento en la línea de sucesión hay que reformarla, como también
habrá que rediseñar de forma efectiva una auténtica división de los poderes del
Estado –que aparentemente lo están, pero en la realidad acaban vinculados de
forma perniciosa-, como habría que garantizar la denominada “cuestión social”
(o sea, el Estado Social, según definición constitucional), que no pasa de ser
una mera declaración, que se está viendo burlada con el desmantelamiento del “Estado
Social” por vía de apremio de la deuda pública extranjera –donde por cierto, no
ha habido ni empacho ni demora alguna para reformar el texto constitucional en
beneficio del aseguramiento del pago de la deuda-.
Pues en la medida en que el Estado Social se
está desmoronando, se está incumpliendo el pacto social que zanjó
constitucionalmente la “cuestión social” que fue una de las que determinaron la
confrontación civil entre los españoles. Y de esta manera, se viene a romper un
pilar clave del consenso constitucional, sin el cual la izquierda de entonces
no habría accedido a otras concesiones a la derecha reformista del régimen
franquista en tránsito, como pudiera ser la condición monárquica de la forma de
Estado.
De igual forma, se cerró en falso otro de los
grandes problemas de España, cuál es su vertebración territorial, en un Título
VIII manifiestamente mejorable, que ha dado lugar al caos
político-administrativo y financiero de una España de Autonomías poco
responsable y escasamente solidaria con los intereses generales del País, que
lo están llevando al límite de su desmembración territorial, habiendo dado
cancha desmesurada –por bisoñez política- a los nacionalismos desleales vasco y
catalán, con los que se ha contado en algunas ocasiones para la conformación
ocasional de gobiernos, previo pago de un impagable precio político que ahora
está dando su auténtica faz. Situación, ante la cual, difícilmente cabe una
marcha atrás de Estado unitario, incluso descentralizado, ya que los intereses
de la clase política regional de uno y otro lado del arco político están en
juego (Parlamentos y gobiernos regionales, diputaciones provinciales, cabildos
insulares, comarcas, etc.). Por cuyo motivo, acaso la salida haya de venir por
un nuevo consenso político de negociar un régimen federal que sea cooperativo
en sí mismo, o sea con el conjunto del Estado, sin duplicar competencias y
reduciendo al máximo el gasto público del aparato político-administrativo
territorial.
Por consiguiente, no parece razonable –a fecha
de hoy- cerrarse a cualquier pretensión de reforma coherente y cohesiva de la
Constitución, pues dos cuestiones fundamentales de la gobernabilidad de España siguen
en juego: la cuestión social y la cuestión territorial. Ambas parece que no se
han solucionado con el consenso forzado de la transición, y tal parece que
habría que abordar, ya que constituyen el núcleo del contrato social de los
españoles, y no se puede mantener a ultranza un contrato desde el disenso, ya
que ningún contrato nace con pretensión de eternidad, sino de dar solución a
los intereses de las partes contratantes, que en lo público pasa por la
reflexión, la negociación pragmática, y el acuerdo más interesante o menos
lesivo, de entre los posibles, para los bien público del país. Y ello, antes
que el deterioro acabe por pudrir la situación y cerrar cualquier puente de
acercamiento, como está empezando a suceder en la “cuestión catalana” (parte de
la cuestión territorial), o puede llegar a pasar con la cuestión social, de
proseguir el desmantelamiento del “Estado Social”, con el incremento de las
diferencias sociales que en nuestro país han aumentado a niveles históricos,
que nos relegan en ese punto a uno de los últimos países de la UE. Prueba más
que evidente que se está incumpliendo en nuestro país el pacto social de la
transición, y la soberanía popular puede acabar reclamando sus derechos en la
calle y/ o en las urnas.
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