En efecto, tras el episodio
histórico de la transición política española en que los actores políticos de
aquel momento antepusieron el interés común de los españoles al propio de cada
formación política, acaso por el ansia de lograr una vuelta a la normalización
democrática tras un cruento conflicto civil y cuarenta años de dictadura,
apenas se ha practicado el famoso “consenso” con posterioridad, más allá de
puntuales entendimientos entre los dos grandes partidos del sistema y el tácito
consenso de unas prácticas toleradas de
compatibilidad público privada poco saneadas que han traído no pocos escándalos
de corrupción política y confusión entre lo público y lo privado.
En España hemos estado acostumbrados
a gobiernos de mayorías absolutas en los que el partido gobernante ha ido
progresivamente neutralizando los frenos y contrapesos de los distintos poderes
del Estado hasta hacer prácticamente ineficaz la clásica división de poderes de
los modernos Estados, según la formulación de Montesquieu. Y consecuentemente,
el poder absoluto se ha ejercido con formas absolutistas, pasando el rodillo
mayoritario por las minorías, salvo cuando se ha necesitado de alguna de estas
(casualmente procedentes de los nacionalismos catalán y vasco) ante las que se
ha claudicado en generosas concesiones autonómicas –a cambio de su apoyo
parlamentario-, que han propiciado el progresivo desmembramiento del Estado y
el agravamiento de la cuestión territorial ante la negativa a seguir cesiones
inasumibles.
Así la sociedad española ha estado
tradicionalmente dividida en un simbólico eje de derechas e izquierdas,
representados mayoritariamente por el PP
y el PSOE, junto los nacionalismos catalán y vasco en los respectivos
territorios. Emulándose así el sistema de “turno político” de la caducada restauración
canovista, en la que se han mostrado relativamente acomodados PP y PSOE.
Pero ha bastado la crudeza de la
crisis económica de los últimos años, con los ajustes económicos al borde del
colapso económico, que tanto daño han
hecho al tejido social, aunque hayan ayudado a cuadrar las cuentas públicas (en
las que impúdica e injustamente se han incluido cuantiosas pérdidas económicas
de las cajas de ahorros quebradas en manos de políticos del sistema) y la
proliferación de casos de corrupción política, para que el cuerpo electoral
haya despertado de su idílico letargo, apareciendo dos nuevas fuerzas políticas
(a derechas e izquierdas, respectivamente), en la formulación de dos nuevos
partidos políticos (CIUDADANOS y PODEMOS) que han esbozado la bandera de la
regeneración pública ante la profusión de la corrupción política y el
incremento de la brecha social por una crisis económica de la que no se acaba
de salir. Por lo cual, la fragmentación del voto ha sido palpable, pasando de
dos fuerzas políticas hegemónicas a las actuales cuatro (PP, C´S, PSOE y
PODEMOS), siendo las demás meramente testimoniales, aunque por el reparto de
votos y logro de escaños todas pueden llegar a contar en la configuración de
cualquier opción de mayoría de gobierno.
Sin embargo ante esta nueva
situación, la respuesta de los principales actores políticos no ha estado a la
altura de las circunstancias, como tampoco pudiera decirse que lo haya estado a
un nivel de mínima responsabilidad política y democrática, pues los descartes
de inicio, el señalamiento de “líneas rojas”, vetos y demás postureo político
no parece que sea muy responsable ni muy sensato si de lograr acuerdos se
trataba. Como tampoco lo ha sido quien ha descrito esta situación de forma
alarmante, casi caótica, pues en una democracia caben también estas situaciones
de difícil configuración de mayorías, por dispersión legítima del voto. Lo que
lleva a la necesidad de entenderse para configurar un gobierno, que no ha de
suponer que se imponga ningún programa político concreto, como tampoco empezar
a poner condiciones inasumibles para romper arteramente la negociación.
Tampoco ha ayudado mucho la argucia
de los más votados, denominándose ganadores de las elecciones, puesto que
aunque numéricamente lo sean, no es así en cuanto al objetivo de gobierno, ya
que el sistema parlamentario de gobierno supone el voto para logro de escaños
en las Cámaras legislativas, entre ellas el Congreso, del que ha de salir una
mayoría de gobierno, que no ostentando la mayoría absoluta se puede conformar
por la suma de fuerzas distintas a la más votada, lo cual es legítimo en este
sistema de gobierno. Pues postular
pactos o reformas legales para que gobierne la lista más votada sería tanto
como pervertir la naturaleza del sistema parlamentario de gobierno. Cuestión
diferente es que se apueste por un cambio a un sistema presidencialista (en el
que gana la lista más votada –en mayoría simple- , a doble vuelta). Pero esto
es un sistema diferente, algo que es el abc de la teoría política, y que no
debe de usarse pérfidamente para confundir a la ciudadanía.
Por tanto, en ausencia de valores
democráticos palpables en esta difícil configuración de gobierno, constatamos
el déficit democrático en nuestro país, donde se ha gobernado abusando de las
mayorías absolutas de espaldas a las minorías contribuyendo al deterioro político
y dando lugar a posicionamientos inviables a la vez que poco democráticos y
poco sensatos para la estabilidad política y social, aludiendo a la célebre
manifestación de “… o yo, o el caos..”
para seguidamente solicitar del contrario la generosidad y la responsabilidad
de Estado de la que se muestra incapaz.
Hace falta, pues, más prudencia,
respeto por el adversario y por el país, más acercamientos, diálogo y
negociación con mentalidad de consenso. En definitiva, valores democráticos, la
prepotencia, la verdad absoluta y el trágala, son tics autoritarios y por ello
poco democráticos.
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