Se celebra otro año más el día de la Constitución, que en 1978 posibilitó la transición ordenada de un régimen dictatorial a una democracia de porte occidental. Esa misma Constitución otrora alabada, y hoy cuestionada en algunos de sus aspectos –más o menos sustanciales-.
Así en este
día de conmemoración de este benéfico hecho de orden jurídico político, que nos
ayudó a articular nuestra organización estatal, a entendernos, a posibilitar el
diálogo político y social entre los españoles, y a favorecer una economía
social, hemos de hacer recuento tanto de lo logrado como de lo frustrado, de lo
conseguido y de lo perdido –tras haberse conseguido-, y sobre todo de los
requerimientos de los nuevos tiempos que estas tres décadas de historia han ido
presentando.
Consecuentemente,
como en todo balance hay dos partidas: “el haber” y “el debe”, y finalmente un
saldo de la cuenta que nos revele si el resultado es positivo o negativo.
Nuestra
Constitución tiene en su “haber” la democratización de la vida pública del
país, su modernización, y la normalización de la vida política e institucional
en parámetros homologación democrática, que han hecho factible la prolongada y
pacífica convivencia –que en nuestra historia reciente de los siglos XIX y
primera mitad del XX no ha sido habitual-, y sobre todo ha posibilitado el
arreglo casi total de algunas de las grandes fisuras de nuestra sociedad, en
torno a la solución de la “cuestión religiosa” y el ajuste de la “cuestión
social” –esta última, en peligrosa regresión con ocasión de la crisis
económica-. Y sigue teniendo abierta la fisura –que está creciendo
dramáticamente- del problema “territorial” del País, sobre la base de la
problemática de los nacionalismos centrífugos no cooperativos que apuntan hacia
tesis secesionistas, y una torpe política estatal de falta de iniciativa
propia, más allá del atrincheramiento en propias posiciones. Problema, que
hemos de cargar en “el debe” de nuestra Constitución pues el Título VIII ha
dejado torpemente abierta la cuestión autonómica, que ha generado una espiral
de demanda competencial hasta el propio independentismo.
Por
consiguiente, lo que antes era una petición de reforma del Título VIII de la
Constitución, ahora es una urgente necesidad, que ha de apuntar hacia fórmulas
factibles de compromiso interterritorial, que difícilmente podrá bajar del
esquema federal de Estado.
De la mano
de la anterior cuestión, y dada la existencia de Cámaras Legislativas en todas
las Autonomías, parece lógica la reforma Constitucional tendente a la supresión
del Senado –pues así carece de su labor de Cámara territorial, y de paso se
contribuiría al ahorro público-.
Igualmente
el tema de la sucesión de la Corona sigue pendiente de arreglo, pues no parece
lógico mantener la contradicción constitucional de declarar la igualdad entre
el hombre y la mujer y al tiempo preferir en el orden de sucesión de la Corona
al hombre sobre la mujer. Algo asignable al “debe” de nuestra cuenta.
Con el
transcurso del tiempo, parece que no resulta muy recomendable la existencia de
una jurisdicción constitucional con sede en un Tribunal Constitucional,
separado del orden jerárquico judicial –en la medida que no conforma una Sala
del Tribunal Supremo-, pues tal configuración se ha revelado en la práctica
altamente perturbadora en el funcionamiento del propio “Estado de Derecho” en
cuanto a las disensiones perjudiciales entre poderes del Estado, en casos de
gran relevancia política. Por tanto, dada la necesidad de ahorro público,
parecería lógico reformar la normativa legal para que transformar el Tribunal
Constitucional en una Sala del Tribunal Supremo, en vez de que se mantenga con
sede jurisdiccional propia. Y así nos ahorraríamos algo más que dinero…,
también algún que otro disgusto en cuestiones que suponen gravosas facturas
para el Estado.
Y sobre
todo, habría que reforzar todo lo concerniente a la configuración de las
libertades públicas –para que no se cercenen-, y lo relativo al “Estado Social”
pilar clave del arreglo y pacificación de la sociedad española, que en los
últimos años –so pretexto de la crisis- se está recortando de forma escandalosa
y grave. No parecen compatibles con tal declaración constitucional determinado
tipo de políticas neoliberales, que habrían de buscar no sólo el apoyo
electoral coyuntural sino también la legitimación jurídico-política con una
reforma constitucional que plantee abiertamente ese importante cambio de la
configuración constitucional de nuestro Estado. Pues de lo contrario, llevar a
la agenda de gobierno determinado tipo de políticas de supresión y recorte de
servicios públicos y ayudas sociales, así como de retroceso de la negociación
colectiva laboral parecen contrarias a la referida definición social del Estado
según definición constitucional.
Por
consiguiente, en este día constatamos que la Constitución vigente tiene arrugas
y grietas, que demandan una rápida reparación que habrá de ser producto del
diálogo político con reflejo de las voluntades mayoritarias y respeto a las
minorías disidentes, producto de la acción política en toda democracia que se
precie. Aparcar los problemas de esta índole hace que las fisuras puedan acabar
en fracturas de difícil o imposible arreglo, y en esto, los políticos de
gobierno tienen la responsabilidad de tomar la iniciativa y ponerse manos a la
obra.
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