Este 11 de septiembre, día de Cataluña, se ha
puesto de manifiesto el gran alcance que tiene el sentimiento independentista
catalán en una sociedad –como el resto de la española- frustrada como colectivo
ante la grave crisis económica y política que padece el país, también Cataluña,
que ve en la solución secesionista una salida a los problemas del país.
Ciertamente el sentimiento nacionalista
catalán, en su desarrollo, siempre ha tenido una tendencia independentista,
aunque no era un sentimiento mayoritario, pues este era más bien un sentimiento
colectivo de identidad cultural que reivindicaba este hecho diferencial, y un
grado razonable de autonomía política, que se llegó a alcanzar con la
reinstauración democrática y de la Generalidad catalana en la culminación del
proceso de desarrollo del Estado autonómico de la Constitución de 1978.
Pero la tentación del nacionalismo catalán de
no verse acotado por un régimen de desarrollo autonómico amplio, casi federal,
que agotara su propuesta política, junto con una mala gestión política del
gobierno del Estado en relación con la cesión de competencias a Cataluña –pues mientras
se negaban en público se concedían en privado, para apoyarse políticamente en
los votos de CIU en Madrid- han llevado a una peligrosa e incontrolable deriva
secesionista, que ha llegado a calar en profundidad con ocasión de la grave
crisis económica que ha revelado el colapso político del modelo de la
transición y la Constitución de 1978.
Así, en estos momentos de grave desempleo en
España, de un gasto público incontrolable, de unos recortes públicos que
generan el consiguiente malestar de la ciudadanía española –también la
catalana-, con el consiguiente desprestigio de la clase política y de los
partidos tradicionales, especialmente los de gobierno (PP y PSOE) que se
encuentran inmersos en crisis de corrupción (caso Bárcenas –el PP- y caso de
los ERE´S de Andalucía –el PSOE-), y que no acaban de reformular sus propuestas
con liderazgos nuevos que los hagan de nuevo atrayentes para la ciudadanía, lo
que conlleva una grave deriva política del sistema, que además es incapaz de
dar respuesta a los múltiples problemas políticos que están planteados en el
país.
Si además, CIU –partido de gobierno en
Cataluña- también se encuentra afectado de casos de corrupción (Pallerol,
Liceo, etc.), la estrategia de Artur Mas ha sido la huida hacia adelante,
señalando el origen de los males que padecen la sociedad catalana –como la del
resto de España- en Madrid, en su vinculación al Estado español, y ofreciendo
una meta mesiánica salvadora de la irredenta Cataluña que pasaría por la
independencia, ubicándola como un nuevo Estado independiente dentro de la UE,
que le daría estabilidad. De forma que el pasado, el lastre que impide a
Cataluña emerger de la crisis lo sitúa en Madrid, en su vinculación al Estado
español, y el futuro, la liberación, la superación de todos los problemas de
los catalanes los hace pasar, arteramente, por un proceso de independencia. Como
si fuera el bálsamo que todo lo arregla.
En otro tiempo, ese discurso no se lo
compraban a CIU, de hecho ni lo planteaba. Sin embargo, en la actualidad, en la
desesperanza que se vive, con el fracaso de nuestros políticos, la falta de
liderazgo, ha llegado uno que se ha postulado como el Mesías catalán y ha
señalado al pueblo desorientado y harto, una salida a la crisis, una solución a
sus problemas. Y esta vez, el pueblo, necesitado de soluciones salvíficas,
mesiánicas, se lo ha comprado. De ahí ese gran apoyo a la acción de hoy de la
cadena catalana separatista en el día de Cataluña.
Tal realidad, requiere una respuesta de
Madrid, del gobierno de Rajoy, al que ya no le vale esconderse, ponerse de
perfil ante esta problemática territorial, que a día de hoy plantea un grave
reto al Estado, que este no puede ignorar. Como tampoco parece lógico el
habitual silencio del Jefe del Estado en esta cuestión. Algo que forma parte de otra de las causas
que ha alimentado el sueño independentista catalán, que acabará contagiando al
País Vasco y a Galicia, en lo que potencialmente es uno de los problemas más
graves de España, junto con el económico y el colapso político actual del
sistema constitucional de 1978, cuya sostenibilidad parece estar en cuestión,
pese a los intentos de PP y PSOE de no acusar recibo de la sensación popular de
hartazgo, fracaso y frustración ante la falta de resolución de los problemas
del país, por parte de nuestros gobernantes.
El complejo de una clase política de la
transición eludiendo la defensa de España dentro de la propia España, para
evitar ser tachado de franquistas o fachas, ha dejado el campo abonado y dado
vía libre a los nacionalismos periféricos disgregadores, pues mientras estos
han trabajado en defensa de unas naciones dentro del Estado, para
progresivamente ir postulando la salida de este, por parte de los sucesivos
gobiernos españoles no se ha elaborado una política de defensa de la nación
española, que cohesionara el gran proyecto estatal, que sólo ha sonado en la
retórica de los discursos pero no ha constituido una política de acción
concreta. Y claro, si el propio Estado no se defiende a sí mismo, el resultado
calamitoso disolvente está servido, pues a día de hoy nadie negará que en
España hemos entrado en una peligrosa espiral autodestructiva, frente a la que
alguien tendrá que hacer algo, especialmente aquellos que tienen altas
responsabilidades de Estado, y tras fijar los límites del alcance político –que
están en la propia Constitución, e incluso negociar una nueva Constitución, o
la reforma de la actual-. Todo lo que exceda, por vía de hechos consumados,
como se pretende por parte del desleal gobierno catalán, debería de ser
rechazado de plano por las autoridades que ostentan la responsabilidad de
garantizar la legalidad constitucional –incluida su proceso de reforma-. No dar
respuesta contundente y clara sólo servirá para seguir alimentando un sueño
destructivo y pernicioso para la convivencia territorial en España, que se
agravará aprovechando cualquier oportunidad interna o externa que la pueda
inflamar.
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