Un año más afrontó
España la celebración de su Fiesta Nacional, que se centraron en la oficialidad
de los actos en la capital del Estado, con el tradicional desfile militar y
posterior recepción real en el Palacio de Oriente. Si bien, este año los actos oficiales
estuvieron marcados por la profunda crisis económica, que obligó a reducir la
parada militar, y por los ecos del separatismo del nacionalismo catalán con su
declarada voluntad independentista.
La mañana otoñal que
acogió los actos del desfile militar fue el telón de fondo sobre el que se
desarrollaron los acontecimientos oficiales con poco ánimo de fiesta por los
graves problemas que acosan actualmente a nuestra Nación; y en el que se ha
dejado decir sobre cierta corrección real al Presidente del Gobierno sobre unas
declaraciones quizá poco afortunadas del Ministro de Educación, en relación con
su propuesta de españolizar a los escolares catalanes, que tanta polvareda ha
levantado en aquella convulsa sociedad, arteramente agitada por un nacionalismo
incompetente en su gestión pública que ha tomado la insolidaria y alocada
salida de la autodeterminación como una “fuga hacia adelante”.
De igual modo, la
mañana otoñal en Barcelona se tornaba lluviosa, curiosa metáfora de una
dolorosa realidad secesionista, que divide a su ciudadanía, parte de la cual se
manifestó por la independencia en la “diada catalana” del pasado 11 de
septiembre, y otra parte –no tan numerosa, hay que reconocerlo- se manifestó
ayer en la plaza de Cataluña para reivindicar la doble y compatible realidad
hispano-catalana, que es sistemáticamente negada por los nacionalistas de forma
desleal, inoculando así un veneno de desunión en la actual sociedad catalana;
la mayoría de la cual, sigue perpleja pasivamente unos acontecimientos que son
determinantes de su futuro, ante los que tendrá necesariamente que
pronunciarse.
Aunque siendo una
cuestión que afecta a la unidad e integridad de la Nación española, y por ende
a la Constitución, consideramos que no sólo habrían de pronunciarse los
catalanes sino también el resto de los españoles, pues tal pretensión de los
nacionalistas catalanes –actualmente en el Gobierno de la Generalidad- apunta a
una segregación de Cataluña que dejaría de ser parte integrante de España para
convertirse en un Estado aparte –con pretensión europea-; por consiguiente, a
la hora de disolver una sociedad, de cambiar un texto constitucional, hay que
guardar las formas legales y de consenso establecidas con los procedimientos y
mayorías establecidos, no por la “calle de en medio”, o por mejor decir, por la
vía de hechos consumados como parece pretender el gobierno catalán, de
aprovechar la consulta electoral de las autonómicas catalanas para aprobar implícitamente
la separación, con la consiguiente declaración de independencia del Parlamento
Catalán –supuestamente por mayorías no cualificadas, en unas elecciones y por
unos procedimientos que no son para ese fin-. Lo cual, legitimaría al Estado a
defender la legalidad constitucional, y defenderse de embelecos secesionistas
en pugna contra los intereses del Estado.
Este es el momento
en que la política de Estado ha de imponer sus derechos, su realidad, y
prevalecer –pues son los intereses generales los que deben primar- sobre los
intereses particulares de sectores de ciudadanos de determinado territorio,
pues en ello nos va mucho a todos, tanto catalanes como al resto de los
españoles, que pasa por el crédito de un Estado unido –en la diversidad, pero
unido- que es su propia fortaleza, o por el contrario su debilidad, algo que el
Estado no se puede permitir si quiere sobrevivir como tal y cumplir con la
misión que tiene conferida.
Por tanto, este es
el momento en que la política se tiene que imponer de forma sensata y racional,
tenemos un sistema de autonomías de lo más avanzado, por lo que habría que
posibilitar un encuentro con los nacionalistas en esta vía, si bien ha de
hacérseles ver que no caben otras alternativas que no pasen por soluciones
constitucionales, y si la reforma de la Constitución se lleva a cabo, habría
que reformar el Título VIII, sin que por ello haya de tener inconveniente en reconocer
una configuración federal del Estado, cerrando así el marco de autonomías con
claridad y rotundidad, evitando las duplicidades competenciales entre el Estado
y los territorios autónomos que se postulan como económicamente inviables.
Así en vez de entrar
en confrontaciones y provocaciones de uno y otro lado, se debería de estar
tratando ya de lograr una solución de consenso que de respuesta a este largo
litigio territorial, que la configuración autonómica no parece haber acabado de
resolver.
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