Los
festejos taurinos, en sus distintas modalidades, están recibiendo cada vez más
el reproche social de extensos sectores de la población española que no ve
estos acontecimientos como festejos por la crueldad que se inflige a los
animales, en un sufrimiento sádico por diversión –por consiguiente innecesario,
y por ello inmoral-, a los que se tortura impunemente hasta la muerte.
Sin embargo, aún persisten grupos en
nuestra sociedad que interpretan estos fenómenos como hechos culturales de nuestro
colectivo social, con amplio fundamento tradicional. Aspecto, en el que aunque
se pudiera reconocer en teoría tales afirmaciones, no podríamos compartir que
por ello mismo se justificara su práctica actual, como tampoco se permite ya el
antiguamente denominado “crimen de honor”, entre otras costumbres atávicas que
el proceso de civilización ha ido rechazando como compatibles con la nueva
sensibilidad social del progreso de los pueblos y la humanización de nuestra
sociedad.
Así resulta grotesco que una
población pueda encontrar diversión en el despeño de una cabra desde el
campanario de una iglesia, como en el acuchillamiento por múltiples lanzadas
del “toro de la Vega”, o el correr con reses en un muelle junto al mar para
provocar su caída y subsiguiente ahogamiento, o el antorchar con fuego los
cuernos de los astados y correrlos por las calles produciéndoles quemaduras y
todo tipo de barbaridades, y ello sin contar con la decapitación de gansos en
cucañas veraniegas, y otras tantas salvajadas, que no tienen ningún tipo de
justificación ética en pleno siglo XXI.
Si bien, singular es la cuestión de
la fiesta taurina, las típicas y tradicionales “corridas de toros” que tuvieron
gran arraigo en la población española en otro tiempo, dado que en la actualidad
se aprecia una decadencia en la que llegó a ser denominada “fiesta nacional”,
donde el hombre y el toro se juegan la vida en torneo desigual, para diversión
de un público que paga sustanciosas cantidades de dinero por asistir a este
tipo de espectáculos (que mercantilizado mueve mucho dinero, incluidos los
réditos tributarios que ingresan las arcas públicas).
Sobre el espectáculo taurino se ha
construido una particular subcultura (una estética, una jerga, un estilo de
vivir la fiesta –recreándola con tertulias, y envolviéndola en las ferias
locales-, con su colorido y particular animación, si bien cualquiera de esos
valores quedan claramente subordinados al superior valor de la vida humana, e
incluso de la vida animal). Tal es así, que en tal festejo se pone en riesgo
seriamente la vida de los toreros intervinientes, al punto de haber cosechado
muchas víctimas mortales en el curso de su historia, lo que éticamente no se
justifica ni como medio de ganarse la vida, ni mucho menos como forma de
diversión o festejo.
Pero además, considerando el caso de
la víctima fija del festejo: el toro de lidia, hay que considerar que su vida
habría de merecer el respeto humano –como lo merece toda vida animal-, que sólo
justificaría su sacrificio por necesidad (o sea, para consumo humano, como
ocurre con otros animales que se sacrifican), pero en ese caso (que no es la
mera diversión), el sacrificio se hace actualmente en los mataderos autorizados
utilizando medios incruentos para evitar el sufrimiento del animal, pues ha
resultado demostrado que los animales sufren (se estresan y padecen el dolor
que se les inflige con punzadas, golpes, y no digamos nada con la pica a
caballo que le hace desangrarse para perder fuerza y ser más manejable para la
diversión).
Además en las corridas de toros no
sólo sufre el toro, también lo hacen los caballos de los picadores cuando se
les hace evolucionar con los ojos vendados ante el griterío del coso taurino,
cargados con unas pesadas y duras telas –que son su salvavidas de las
envestidas de los toros, pues en la mayoría de los casos evitan las cornadas de
los astados, pero en modo alguno lo hacen con el traumatismo habitual que
reciben de las embestidas día tras día en su abdomen-.
Por consiguiente, creemos que va
siendo hora que alguien vaya poniendo sensatez y humanidad en esta serie de
cuestiones, y se abandonen estas tradiciones, que por antiguas no son en sí
mismas constructivas, sino atávicas y moralmente abyectas.
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