Iniciado
septiembre, próximos al día 11 en que se celebra la “diada” (día de Cataluña,
en el que los sentimientos catalanistas afloran en ese territorio), vuelven las
expresiones de un sentimiento exacerbado de nacionalismo catalán, que cada vez
se presenta con más beligerancia dialéctica frente al resto de España, y que
empieza a tornar de lo cultural a lo político envuelto en “soberanismo
separatista”.
Pero en esta ocasión, se presenta
una edición peculiarmente “soberanista” en el marco de un proceso electoral,
que las fuerzas políticas secesionistas de Cataluña han planteado como “proceso
plebiscitario” de lo que son unas meras elecciones al parlamento autónomo
catalán, para deducir de dichos resultados la pretendida voluntad soberanista
del pueblo catalán. Por eso, no es una “diada” al uso, sino una jornada de
especial reivindicación nacionalista, que llega a confrontar a la sociedad
catalana en dos bloques de sentimiento y opinión (secesionistas y
constitucionalistas, los primeros en favor de la independencia de Cataluña como
Estado al margen de España, y los otros posicionados como un territorio
políticamente autónomo dentro de España). En resumidas cuentas, una sociedad
dividida, que empieza a fracturarse, pues así de torpe se ha encaminado el
proceso (desde Madrid y desde Cataluña) que lleva a la confrontación entre
catalanes y entre españoles, volviendo a recaer en el viejo problema
territorial de la invertebración española ante el ansia centrífuga de pequeñas
elites en significados territorios, que siembran discordia, so pretexto de
hechos diferenciales, para concretos intereses de tales elites.
Siendo así, se constata uno de los
clamorosos fracasos políticos de la democracia española (fruto del proceso
político de la transición), al frustrarse la solución autonómica (generada en
principio para satisfacer las ansias nacionalistas catalanas y vascas) que se
asumió como fórmula de gobierno territorial para todo el Estado habiéndose
evidenciado su fracaso con los grandes problemas que pretendió solucionar, así
como con el resto de los territorios en que trajo graves problemas políticos y
económicos de gobernabilidad que antes no se tenían.
Además este germen independentista
se ha ido alentando con el tiempo en el pleno proceso autonómico (generando
desigualdades difícilmente compatibles con las ampulosas declaraciones
constitucionales de igualdad de personas y territorios ante la ley),
progresivamente crecida con las concesiones del Estado (activas, en unos casos,
por intereses políticos; y pasivas, en otros para tratar de no ver el creciente
problema).
Incluso, a veces puede que la
ingenuidad política de algunos de nuestros gobernantes haya contribuido a ello
en la creencia que ciertas concesiones autonómicas (casi federales) vendría a
satisfacer el ansia de poder territorial del soberanismo catalán, así como a su
homólogo vasco, sin que lo hayan logrado, pues ya ni siquiera les vale la
timorata propuesta socialista de un “federalismo asimétrico”, que en sí mismo
supone tratamiento desigual (dado que la asimetría conlleva en su mismo
concepto la desigualdad).
Por el camino, mil y un desencuentro
con multitud de temas (inmersión lingüística, financiación autonómica, cesiones
de competencias estatales, etc.) utilizados de forma desleal por el aparato
propagandístico al servicio de los intereses políticos centrífugos para
incrementar un victimismo desde el que mover al sentimiento reivindicativo
frente al gobierno del Estado han ido labrando un profundo surco de discordia,
ante el que el gobierno del Estado no ha estado atento para su contención y arreglo,
evitando la previsible e indeseable confrontación que acabaría por deflagrar a
ese “victimismo irredento” que echaría un complicado “pulso al Estado” de
imprevisibles consecuencias.
Así puede entenderse la forzada
medida legislativa del gobierno del PP de dotar de ejecutividad a las
decisiones del Tribunal Constitucional, sistemáticamente burlado a la hora de
aplicar sus resoluciones, que lo hacen poco operante en orden al mantenimiento
de la seguridad jurídica y de la legalidad constitucional. Si bien, no
entendemos las tardías ambigüedades de otros actores políticos de
responsabilidad, que lejos de apoyar la eficacia del “edificio constitucional”
del Estado, postulan fórmulas equívocas o ya fracasadas de un “federalismo
asimétrico”, que ha sido largamente superado por los acontecimientos (por lo
que actualmente no convence ni a soberanistas catalanes ni a
constitucionalistas), como tampoco son fáciles de entender ciertas
declaraciones de líderes políticos que aspiran al gobierno del Estado,
afirmando en Cataluña que se sienten “catalanistas” en lo que aparenta cierto
filibusterismo político, para mejor ocasión.
Va llegando la hora de la verdad en
este conflicto, que no es otra que la de cumplimiento de la legalidad
constitucional (sea de esta u otra Constitución, que es la que representa el “contrato
de convivencia” entre españoles de todos los territorios del Estado; sea
cualquier otra, que por los mecanismos de modificación constitucional se prevén
en la carta magna), ante la que no cabrían atajos derivados del concreto
cálculo político interesado, que podrían conllevar graves perjuicios al Estado
y a todos los españoles. Por consiguiente, es hora de recordarles a quienes
tienen responsabilidades políticas de Estado de su deber para con el mismo, en
su defensa (como defensa de los intereses generales de todos los españoles),
sin ambages, y empezar a mostrar a los líderes secesionistas los límites
infranqueables, distinguiendo las meras opiniones políticas de las acciones que
pudieran conllevar conductas contra el Estado, ante lo cual este se ha de
defender con toda la legalidad vigente, ya que se ha fracasado con todos los
intentos previos de concordia –que entrañaban la solución política-, y se ha
consentido que el problema desbordara la filosofía y el interés de las elites
secesionistas e inflamara al sentimiento de ciertos sectores sociales que se
consideran “catalanistas”, hiperdimensionándolo peligrosamente.
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