Los creyentes creemos en la acción el
Espíritu Santo, en tanto que asiste a su Iglesia, y siendo así, el hecho de la
elección del Papa Francisco en el momento actual que vive la Iglesia resultaría
providencial para la necesaria regeneración que tiene que hacer la Iglesia
(según el diseño conciliar del Vaticano II, que se dejó en suspenso con los
pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI). Pero no perdamos de vista que
un cambio pontifical no es suficiente para un cambio eclesial.
El Papa Francisco ha sorprendido a propios y
extraños porque se distancia “años luz” de la idea del poder temporal de la
Iglesia, y por ello, de los Pontificados preconcliares con lo que representaban
de ostentación de dignidad y poder (en clara contradicción evangélica), y aún
con los pontificados evolucionados postconciliares (más sencillos, pero que aún
retenían esa aura pontifical de primado y vicario de Cristo que seguía dándoles
cierto halo casi sobrenatural).
Sin embargo, Francisco ha puesto en la
realidad a la cristiandad cuando se ha mostrado como un sencillo cura de pueblo
(al estilo de Juan XXIII), de vida austera, de cercanía a sus parroquianos, en
definitiva ha enfatizado la labor pastoral sobre la de gobierno, o la
teológica; exhortando al sacerdocio –incluida la jerarquía- a practicar la
pastoral y la “cura de almas”. Y en tal sentido ha querido manifestar su
distanciamiento con las dignidades pontificales temporales, lo que nos llevaría
a pensar que si el propio Papa relega la pompa vaticana, y todo lo que conlleva
de poder temporal, de principado medieval, y sobre todo de “atrincheramiento
doctrinal”, el resto de la Curia y de la Iglesia (pasando por la jerarquía)
habría de hacer lo mismo.
Pero no nos engañemos, la condición humana es
mezquina y por ello pecadora –en el sentido de apartarse del plan de Dios,
revelado en el Evangelio de Cristo-, y por ello no parece que lo vaya a tener
fácil este simpático Papa que se ha ganado al gran público con sus sencillos
gestos, coherentes con el mensaje evangélico, pues la estructura curial como
toda estructura de poder e influencia se resistirá –como lo ha venido haciendo-
a cambios que supongan su pérdida de influencia.
Igualmente, la mayoría de la jerarquía eclesial
(cardenales, arzobispos y obispos) ha sido elegida a lo largo del prolongado
pontificado de Juan Pablo II con un acusado perfil conservador, dado que el
Papa polaco (proveniente de un país de “catolicismo de catacumbas”, ante las
injustas persecuciones comunistas, receló de las aperturas del Concilio
Vaticano II y tuteló un corto desarrollo del mismo), además prescindió de las
órdenes religiosas para el gobierno eclesial y se apoyó en el sector
conservador del laicado (Opus Dei, Neocatecumenales, y Comunión y Liberación,
básicamente); por ello, el perfil del episcopado nombrado por Juan Pablo II fue
esencialmente conservador –que entendieron el mensaje con mayor énfasis del
supuesto giro conservador del pontífice-. Por su parte, el profesor Ratzinger
(ulterior Benedicto XVI) continuó el “statu quo” vaticano que se había
instaurado en más de dos décadas de su predecesor.
Por consiguiente, es de prever que las
mayores resistencias y reservas intelectuales que haya de padecer el Papa
Francisco (por más que en la Iglesia todo el mundo apele a la obediencia) es de
suponer que vengan de la Curia romana y de la jerarquía episcopal (o sea, del
stablishment de poder eclesial), que con la llegada del nuevo Papa no cesan –como
ocurriría en cualquier sistema político, al cambiar el máximo representante
gubernamental, cambia toda la estructura de poder-, pues en la Iglesia los
ascensos conllevan un derecho de titularidad vitalicia (como si de una cátedra
se tratara, o de un oficio funcionarial, estable, fijo, e inamovible) que se
extiende hasta la edad de jubilación establecida (75 años).
Así ya puede decir el Papa de Roma lo que
quiera (salvo en las cuestiones de la controvertida infalibilidad ex cátedra),
que luego todo eso habrá de pasar por el tamiz de la jerarquía autóctona,
incluidas las Conferencias Episcopales (nuevo reducto de poder de algunos jerarcas
que parecen no haber entendido el sentido de diaconía –servicio- de sus puestos
supuestamente vocacionales).
En conclusión, lamentablemente –salvo que se
den circunstancias extraordinarias, o más propiamente providenciales- que nadie
espere grandes cambios eclesiásticos por la propia iniciativa del nuevo
Pontífice, más allá de una nueva estética y comportamiento personal que
cuestione otros comportamientos y progresivamente vaya horadando estos.
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