Tras la numerosa y
clamorosa diada secesionista, minusvalorada por el Gobierno de España, el
silencio real se rompió tímida y disimuladamente, en la publicación de una
carta del Rey con ocasión de la remodelación de la web de la Zarzuela.
La carta real dirigida
al orbe, a quien le quiera escuchar, o como se diría en otros ámbitos, a los
hombres de buena voluntad, ha venido a señalar y enfatizar la necesidad de
volver a encontrar el objetivo común, evitando las perniciosas disensiones y la
desunión entre los españoles. Algo, que por lo demás suele ser el discurso
obligado al tiempo que habitual del Rey.
La cuestión es si el
Rey con ello está ejerciendo la labor de arbitraje y de Institución de unión
entre los españoles, o si más bien, está dando un consejo de mínimos, que es lo
menos que se podía decir después de la jornada independentista catalana, con
sus previos y subsiguientes días, en que las propias instituciones autonómicas
están postulándose por el camino independentista. Algo sumamente grave, por
cuanto supone un paso cualitativo en el desencuentro político y social entre
territorios del Estado, ya que hasta ahora el discurso político centrífugo era
propio de los partidos nacionalistas, pero no había llegado a trascender con
tal grado de claridad a las propias instituciones públicas autonómicas de
Cataluña, en que el Presidente de la Generalidad, Artur Mas, ha cogido las
riendas del movimiento independentista, que recuerdan al triste episodio de
Maciá proclamando la independencia catalana desde el balcón de la Generalidad
en plena Guerra Civil.
Por consiguiente se
hacía necesaria una respuesta clara y contundente desde las instituciones del
Estado para sofocar la chispa independentista que de nuevo ha vuelto a prender,
como entonces aprovechando un momento de crisis del Estado –entonces de guerra
civil, actualmente de crisis económica y política-.
Sin embargo, no
podemos verificar que la esperada respuesta se haya dado con la contundencia
que requieren los acontecimientos, ya que ni el presidente Rajoy –ninguneando
el hecho-, ni el propio Rey con su epístola digital han marcado el campo con
líneas infranqueables, sino que de forma suave, diplomática digna de mejor
empeño, han hecho referencia a la improcedencia de tal pretensión secesionista.
Algo que se nos antoja flojo en las formas y escaso en los contenidos.
Aún así, o quizá por
eso mismo, los grupos separatistas se han crecido, no se dan por aludidos, en
unos casos, y en otros incluso critican que el Rey entre en el ámbito político,
que realmente no lo ha hecho, ya que se ha limitado a llamar a la reflexión
para la unidad, lo cual entra dentro del papel Constitucional que tiene
asignado como garante de la unidad de España y árbitro de la vida política
española, especialmente en situaciones en que se hace necesaria la mediación
entre grupos políticos enfrentados o especialmente disolventes del actual marco
constitucional.
En cualquier caso,
esperábamos nuevos movimientos de ficha por la parte nacionalista, y lo ha
hecho con su impostura e insistencia en su demanda de pacto fiscal –auténtico
ariete contra el Estado- que le ha negado Rajoy, ante lo que Mas ha vuelto a
lanzar insinuaciones de perseverancia en la actitud separatista. Lo que pone la
situación ante una peligrosa deriva, que a la par resulta contagiosa en otros
territorios como el País Vasco, y en menor medida también en Galicia, ambas con
elecciones próximas y pronósticos de triunfo de las fuerzas nacionalistas más
radicalizadas –especialmente en el País Vasco-.
Consecuentemente, el
Estado tiene que hacer frente a un viejo problema, cuyo aplazamiento con
paliativos procedimientos autonómicos no han surtido efecto, ni para el Estado
español, ni para los grupos nacionalistas nuevamente radicalizados por la
independencia. Y este problema ya requiere una drástica solución por
parte del Estado, con el monarca al frente en defensa de la propia integridad
territorial española, de su gobernabilidad, y de su subsistencia como Nación,
que va mucho más allá de meras misivas para el que tenga oídos que oiga.
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