Tras la
forzada repetición de elecciones, debidas a la falta de flexibilidad para el
diálogo y entendimiento de los actores políticos (razonable y necesario en toda
democracia moderna), seguimos en la encrucijada de un dificultoso proceso de
investidura que está desgastando públicamente a sus propios protagonistas, y lo
que es peor, desacreditando al propio sistema político nacido de la transición,
que se nos presentó como modélico y ejemplar fórmula de entendimiento y funcionamiento
político.
De forma análoga, a como hiciera Pedro
Sánchez (PSOE) en el anterior proceso electoral fallido, Mariano Rajoy (PP) se
someterá al proceso de investidura –sin que parezca tener asegurado el
suficiente apoyo parlamentario-, lo que genera grandes dudas sobre su
viabilidad, dado que necesita el apoyo del PSOE (que en el proceso anterior, no
tuvo el apoyo del PP) que viene reiterando públicamente su negativa a
otorgarlo, si quiera fuese una timorata, pero necesaria abstención; so pena, de
ponerse en manos de los independentistas, lo cual podría ser el principio del
fin del Estado español, por sus conocidas pretensiones separatistas.
En medio de todo ello, no faltan los
discursos falaces que demandan que se deje gobernar al ganador de las
elecciones, pese a saberse que no se trata de un sistema mayoritario, sino
proporcional parlamentario, en el que el votante sólo elige diputados (siendo
estos los que han de ponerse de acuerdo para conformar gobierno).
Por consiguiente, más allá de estos “falsos
reclamos”, tras las segundas elecciones (en las que el voto ha estado
repartido, a diferencia de ocasiones anteriores), resulta evidente que este
sistema conlleva el necesario diálogo y la subsiguiente negociación para lograr
dos objetivos básicos: de un lado, la investidura de gobierno, y de otro, un
apoyo más o menos estable en su ejecutoria durante un periodo estimable de la
inicial legislatura. Actualmente, no valen actitudes prepotentes (como las de
antaño, en quien ostentó las diversas mayorías absolutas), tampoco el
apuntalamiento con unos pocos escaños, dado que las fuerzas mayoritarias han
resultado menguadas en su dimensión y fuerza política en la Cámara. Todo lo
cual, conllevaría a buscar un cierto sincretismo político (en los respectivos
programas políticos pretendidos) que sobre un común denominador de mínimos
sostuviera la acción gubernamental. Sin embargo, nada de eso se ha observado,
ni en la anterior elección, ni en esta. Han sobrado en ambas, inoportunas
estratagemas individualistas, personalismos impenitentes, visión corta y
estrecha de la jugada partidista por encima de los intereses estatales, etc.
Algo, que si está mal en un primer intento, no tiene la menor justificación en
el segundo proceso electoral.
Actualmente, la complejidad de la vida
política española ha crecido con nuevos actores, si bien, a grandes rasgos se
pueden reagrupar según sus posicionamientos políticos en el tradicional “eje:
derechas – izquierdas”; y sobre dichas afinidades ideológicas hablar, negociar
hasta el entendimiento que conforme una mayoría viable de gobierno. Pero, en el
caso español, la complejidad viene por el concurso de un nuevo “eje:
constitucionalistas – separatistas (que en Cataluña, País Vasco y Galicia, se
entremezcla en el arco del eje: derechas – izquierdas). De tal forma que el
fraccionamiento de las fuerzas políticas del Congreso en esos dos ejes
políticos (derechas-izquierdas / constitucionalistas –separatistas) imprime una
extraordinaria dificultad al entendimiento, so pena de exigirles a algunos de
los partidos en liza, esfuerzos cuasi contra natura de renuncias a sus mismas
esencias políticas (dada la diferente pretensión política, económica y social
de los partidos de derechas respecto de los de izquierdas; o de los
constitucionalistas respecto de los soberanistas).
Por tanto, da que pensar que estamos en
un atasco crítico para el Estado, en el que habría que mirar más allá de lo
acaecido y repetido por dos veces (cuya reiteración al año, en unos terceros
comicios, sería poco edificante para el propio sistema político español), de
forma que estaríamos ante una “crisis política” de envergadura, cuya salida
habría de llevar a un pacto de Estado entre los partidos responsables
(necesariamente del “eje: derechas – izquierdas”), no sólo para desbloquear la
investidura, sino para un cambio profundo del propio sistema político
constitucional (cuyos fallos en la actualidad son manifiestos, dado que nada
impide que se sigan repitiendo este tipo de situaciones, con la consiguiente
inestabilidad política y muy probable “crisis del Estado” ante la beligerancia
del secesionismo operante). De tal modo, que se pacte una reforma
constitucional, con la consiguiente reforma de la ley electoral, que evite
situaciones de colapso político-constitucional, como la presente; y la deriva disgregatoria
y territorial de un Estado que se ha estado progresivamente desmontando y
entregando por fases a un modelo autonómico cuyos resultados se vienen
evidenciando nefastos en diversos ámbitos y no sólo identitarios de la realidad
nacional española, sino también de gestión político-caciquil y proliferación de
privilegios territoriales inasumibles en un Estado democrático moderno y
social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario