martes, 25 de junio de 2013

LA EDUCACIÓN COMO INSTRUMENTO DE “CIERRE SOCIAL”


La nueva ley de educación del ministro Wert representa un nuevo intento de instrumentalizar políticamente la educación según una finalidad ideológico-político, que en este caso es claramente un instrumento de “cierre social”.
La educación ha sido una de las escaleras sociales más utilizadas para la movilidad social en nuestras sociedades avanzadas, pues el hecho de formarse un currículo académico de cierta entidad llegaba a garantizar un buen empleo, y consecuentemente ello solía suponer un ascenso social.
En las sociedades industriales y postindustriales la movilidad social se correspondía con el grado de mérito social conseguido, a diferencia del método que se utilizaba en la antigua sociedad que por medio de la adscripción social cada persona permanecía vitaliciamente en el estado social que correspondía al de su nacimiento, pues el mecanismo de cierre social era férreamente custodiado por una aristocracia nobiliaria que no permitía el ascenso social.
De tal modo, que el mérito vino a ser un adecuado y conveniente mecanismo de ascenso social en una sociedad cada vez más dinámica entre las distintas clases sociales, a lo que contribuía decididamente el grado de formación que el individuo tuviera para acceder a un mejor empleo. Pero con el transcurso del tiempo, y la puesta en práctica de las políticas de igualdad de oportunidades –mediante sistemas de ayuda social y de becas de ayuda al estudio- el acceso a la educación, que era fundamental para el ascenso social, se fue haciendo cada vez más generalizado, con la consiguiente inflación de titulados y el incremento de las dificultades de acceso a los mejores empleos –cada vez más disputados, y cada vez más difíciles de conseguir-.
Acaso sea por este motivo último, en el que tal dificultad de acceso a los mejores empleos –que llegaron a democratizarse por el acceso masivo a la enseñanza superior- se ha considerado que habría de corregirse y en tal objetivo se ha trabajado en el diseño de un currículo académico más complejo, con mayores rigores de acceso y mantenimiento, especialmente en lo tocante a poder acogerse al sistema de becas, para el que los requisitos se han elevado al extremo de limitar el mismo a cuantiosos contingentes de jóvenes estudiantes, que por necesidades económicas familiares habrán de abandonar su formación universitaria, lo que acabará favoreciendo el acceso de los económicamente fuertes a los grados académicos y sus especialidades (tanto en las discretas Universidades Públicas, como en las costosísimas Universidades Privadas, normalmente más favorecedoras de la promoción interna de su alumnado), y ello conllevará que se relajen las tensiones de acceso a los puestos de trabajo más preeminentes al bajar la presión del número de candidatos, de los que se habrán descolgado claramente los económicamente más débiles.

Y así de esta manera, se vuelve a dar una “nueva vuelta de tuerca” al “cierre social” que impediría por dicha vía el ascenso social. Toda una maniobra que parece de diseño, y que es sumamente injusta pues vulnera el principio de igualdad de oportunidades que se encontraba en la base de todo el sistema educativo nacional.

sábado, 1 de junio de 2013

EL DIFICIL GIRO ECLESIAL DEL PAPA FRANCISCO


Los creyentes creemos en la acción el Espíritu Santo, en tanto que asiste a su Iglesia, y siendo así, el hecho de la elección del Papa Francisco en el momento actual que vive la Iglesia resultaría providencial para la necesaria regeneración que tiene que hacer la Iglesia (según el diseño conciliar del Vaticano II, que se dejó en suspenso con los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI). Pero no perdamos de vista que un cambio pontifical no es suficiente para un cambio eclesial.
El Papa Francisco ha sorprendido a propios y extraños porque se distancia “años luz” de la idea del poder temporal de la Iglesia, y por ello, de los Pontificados preconcliares con lo que representaban de ostentación de dignidad y poder (en clara contradicción evangélica), y aún con los pontificados evolucionados postconciliares (más sencillos, pero que aún retenían esa aura pontifical de primado y vicario de Cristo que seguía dándoles cierto halo casi sobrenatural).
Sin embargo, Francisco ha puesto en la realidad a la cristiandad cuando se ha mostrado como un sencillo cura de pueblo (al estilo de Juan XXIII), de vida austera, de cercanía a sus parroquianos, en definitiva ha enfatizado la labor pastoral sobre la de gobierno, o la teológica; exhortando al sacerdocio –incluida la jerarquía- a practicar la pastoral y la “cura de almas”. Y en tal sentido ha querido manifestar su distanciamiento con las dignidades pontificales temporales, lo que nos llevaría a pensar que si el propio Papa relega la pompa vaticana, y todo lo que conlleva de poder temporal, de principado medieval, y sobre todo de “atrincheramiento doctrinal”, el resto de la Curia y de la Iglesia (pasando por la jerarquía) habría de hacer lo mismo.
Pero no nos engañemos, la condición humana es mezquina y por ello pecadora –en el sentido de apartarse del plan de Dios, revelado en el Evangelio de Cristo-, y por ello no parece que lo vaya a tener fácil este simpático Papa que se ha ganado al gran público con sus sencillos gestos, coherentes con el mensaje evangélico, pues la estructura curial como toda estructura de poder e influencia se resistirá –como lo ha venido haciendo- a cambios que supongan su pérdida de influencia.
Igualmente, la mayoría de la jerarquía eclesial (cardenales, arzobispos y obispos) ha sido elegida a lo largo del prolongado pontificado de Juan Pablo II con un acusado perfil conservador, dado que el Papa polaco (proveniente de un país de “catolicismo de catacumbas”, ante las injustas persecuciones comunistas, receló de las aperturas del Concilio Vaticano II y tuteló un corto desarrollo del mismo), además prescindió de las órdenes religiosas para el gobierno eclesial y se apoyó en el sector conservador del laicado (Opus Dei,  Neocatecumenales, y Comunión y Liberación, básicamente); por ello, el perfil del episcopado nombrado por Juan Pablo II fue esencialmente conservador –que entendieron el mensaje con mayor énfasis del supuesto giro conservador del pontífice-. Por su parte, el profesor Ratzinger (ulterior Benedicto XVI) continuó el “statu quo” vaticano que se había instaurado en más de dos décadas de su predecesor.
Por consiguiente, es de prever que las mayores resistencias y reservas intelectuales que haya de padecer el Papa Francisco (por más que en la Iglesia todo el mundo apele a la obediencia) es de suponer que vengan de la Curia romana y de la jerarquía episcopal (o sea, del stablishment de poder eclesial), que con la llegada del nuevo Papa no cesan –como ocurriría en cualquier sistema político, al cambiar el máximo representante gubernamental, cambia toda la estructura de poder-, pues en la Iglesia los ascensos conllevan un derecho de titularidad vitalicia (como si de una cátedra se tratara, o de un oficio funcionarial, estable, fijo, e inamovible) que se extiende hasta la edad de jubilación establecida (75 años).
Así ya puede decir el Papa de Roma lo que quiera (salvo en las cuestiones de la controvertida infalibilidad ex cátedra), que luego todo eso habrá de pasar por el tamiz de la jerarquía autóctona, incluidas las Conferencias Episcopales (nuevo reducto de poder de algunos jerarcas que parecen no haber entendido el sentido de diaconía –servicio- de sus puestos supuestamente vocacionales).

En conclusión, lamentablemente –salvo que se den circunstancias extraordinarias, o más propiamente providenciales- que nadie espere grandes cambios eclesiásticos por la propia iniciativa del nuevo Pontífice, más allá de una nueva estética y comportamiento personal que cuestione otros comportamientos y progresivamente vaya horadando estos.