La reciente polémica política en España, que
aparenta acabar en el Tribunal Constitucional, viene servida por la
interpretación restrictiva que hace el Gobierno en funciones respecto del
control político que compete ejercer de ordinario al Parlamento, que no le
reconocen en la actual situación extraordinaria de “funciones”.
Algo
que ha llevado al inusitado hecho que un ministro en funciones (o más bien
“bajo de funciones”) haya dado plantón al Parlamento al no comparecer por
considerar que no tenía tal obligación de dar cuentas a los representantes de
la soberanía nacional, dada su eventual situación de “en funciones”, que más
allá de la interpretación jurídica que pueda tener tal circunstancia, se nos
antoja que políticamente es impresentable, dado que el sentido común –además
del sentido del léxico de “funciones”: que se refiere a algo que está
funcionando- parece que apuntaría a que en la medida en que desempeñe la
función de gobierno propia del poder ejecutivo del Estado, dicha función se ha
de someter al control del poder legislativo (que es el que representa al pueblo
soberano) para dar cuenta de su gestión.
Refugiarse
en una interpretación jurídica restrictiva, más allá de que pudiera ser
compartida por el Tribunal Constitucional, y por consiguiente, que pudiera
tener fundamento jurídico, se nos antoja como mínimo políticamente infumable,
propio de un talante despótico de entender y ejercer la política, impropio de
cualquier demócrata que se precie.
De
nuevo, parece que el electoralismo del que el PP atribuye con amplia
generosidad a otros, lo utiliza cuando le conviene para rehuir un incómodo
control del Congreso en una Cámara en la que no tiene mayoría, precisamente
cuando ha aplicado una “mayoría de rodillo” durante años, y que dadas las
actuales circunstancias, pensando en una hipotética y probable cita electoral
quiere evitar el desgaste de gobierno que le pudiera reportar la crítica
parlamentaria.
Esta
situación es inaudita en la España democrática restaurada por la Transición,
como también lo ha sido la renuncia del candidato popular a someterse a debate
de investidura, so pretexto de no alcanzar mayoría suficiente, las ruedas de
prensa a través de la Tv de plasma, y el estado de corrupción política que está
anegando el ágora pública en nuestro país, lo que unido al actual “atranque” en
la formación de gobierno y la fragmentación política del electorado, nos lleva
a atisbar un probable colapso político, que haga necesario una seria reforma
constitucional más acorde con los tiempos y las necesidades del país (dado que
el actual sistema se conformó para propiciar la transición política, cuya etapa
concluyó), pero al propio tiempo, también parece que estamos ante un nuevo
escenario político (con nuevos actores, nuevas demandas que conforman una nueva
agenda y nuevas exigencias públicas de mayor participación y transparencia
política), que requiere otro modo de hacer política, para lo cual urge el
relevo de significativos personajes públicos por otros que entiendan mejor las
nuevas dinámicas democráticas que exige la nueva política que demanda una
ciudadanía más madura y experimentada políticamente, que ha tenido que aprender
sufriendo una dura crisis que la política o la hace el pueblo (implicándose con
mayor determinación) o se la hacen las élites socio-económicas y grupos de
presión.
Tal
parece que sea así el progresivo clamor de hartazgo con la cleptocracia
política, el nepotismo, la estabulación de masa electoral, la ineficacia y la
zafiedad política de una gestión pública manifiestamente mejorable, a fuer de
ser desparasitada de intereses mezquinos de unos pocos que están invalidados en
sí mismos, para acometer las drásticas reformas económicas, sociales y
políticas que el país demanda y la decencia política requiere.