sábado, 31 de octubre de 2009

LA IMPORTACIÓN DE LA FIESTA DE HALLOWEEN


En nuestra sociedad multicultural, va tomando carta de naturaleza de forma progresiva la celebración de la conocida fiesta celta de Halloween, o fiesta de brujas, que la cultura angloamericana ha exportado, dentro de la colonización cultural que desde la misma se hace por el gran dominio de los medios y técnicas actuales de comunicación, que llevan a considerar en este aspecto también, la concepción del mundo como la “aldea global”, con sus pros y sus contras.
Lo cierto es que en nuestro entorno sociocultural, hace un par de décadas apenas se conocía y menos se celebraba este tipo de festividad –mezcla carnavalesca de pésimo gusto del fenómeno tanatológico-. Pues por estas fechas la tradición cultural hispana nos deparaba –y aún nos depara- la fiesta de todos los santos el día primero de noviembre, instaurada por el Papa Urbano IV para venerar a todos los santos que no tengan fiesta propia en el calendario litúrgico eclesiástico, y que en otras Iglesias (ortodoxa, anglicana, y luterana) se celebran el día de Pentecostés, pero que en la Iglesia Católica en Papa Gregorio IV –a mediados del siglo IX- pasó al 1 de noviembre en compensación con la correlativa tradición céltica del día de Halloween, celebrado el 31 de octubre. Siguiendo a estos acontecimientos la celebración cristiana del día de difuntos el 2 de noviembre, para pedir por las almas de los fallecidos. Festividades religiosas, que tienen su finalidad dentro de la antropología cristiana, que en ningún caso da culto a la muerte, ni celebra de forma anacrónica y masoquista el hecho serio y veraz de la muerte como fin de la vida del ser humano, que poco o nada tiene de celebración, más allá de la esperanza espiritual que se pueda tener en el más allá, amparada en la fe.
Por consiguiente, esta anacrónica fiesta importada, que viene eclipsando especialmente en las jóvenes generaciones el significado de la festividad de todos los santos, y la consiguiente del día de difuntos, no llega si quiera a expresar un sincretismo de ambas festividades pagana y religiosa, sino que supone más bien una incorporación de la fiesta pagana a nuestra sociedad. Lo cual no deja de ser una paradoja si contemplamos el desplazamiento cultural que el hecho de la muerte tiene actualmente en nuestra sociedad.
La actual sociedad moderna, del progreso y la tecnificación, sigue enfrentándose al fatal e inevitable suceso de la muerte. Lo cual tiene su lógica intrínseca, dada la naturaleza caduca y perentoria del hombre, sujeta a contingencias de la enfermedad, de la accidentalidad y de la muerte. Pero sin embargo, a diferencia de nuestros antepasados, el hombre del siglo XXI, se aliena en la dinámica vital con la velocidad que imprime la vida moderna, y da la espalda a este enojoso hecho, que sin embargo se encuentra de forma inexorable a lo largo de su biografía, de forma más o menos próxima, hasta que le toque pasar por su propia muerte. De forma que esto unido al proceso profundo de secularización, ha llevado al hombre moderno a “ubicar la muerte”, de manera que ya los entierros se celebran en los tanatorios, fuera de las ciudades, los difuntos no se llevan a las casas a velarlos, e incluso el moderno proceso de cremación resuelve de forma eficaz la destrucción civilizada del cadáver. Algo que el ser humano no acaba de asumir del todo, estando inmerso en una cosmovisión mecanicista, consumista y material de la vida. Pero ahí está la última realidad.
Por todo ello, parece bastante paradógico por contradictorio, que este hombre moderno que vive de espaldas a la defunción, le de entrada –a modo de mofa festiva- a una fiesta tétrica que rinde culto a una determinada mitificación de la muerte, poco realista, aunque los disfraces sean de expresión patética y soez.
Pero con todo, resulta una muestra más de la importación cultural a la que estamos sometidos en los últimos tiempos, con la consiguiente pérdida de nuestras raíces culturales que nos han legado nuestros antepasados, y que contribuyen a la identidad como pueblo, que de esta forma la iremos perdiendo.

domingo, 25 de octubre de 2009

EL VATICANO ACOGE A LA COMUNION TRADICIONALISTA ANGLICANA


La división de la Iglesia anglicana quedó patente con la autorización, por parte de su máxima jerarquía, de la ordenación sacerdotal de mujeres y de homosexuales, dando lugar a una escisión de su rama conservadora – la Comunión Tradicionalista Anglicana- que ha llamado a las puertas de la Católica Iglesia Romana para su vuelta a la misma.
Roma, por su parte, ha acogido a los anglicanos escindidos con los brazos abiertos, haciendo uso para ello de la fórmula jurídico canóncia de la Prelatura personal que ya se aplicara al Opus Dei, de manera análoga al tratamiento religiososo que se le dio en España a las Fuerzas Armadas, a través del Obispo General Castrense. De forma que por adscripción personal –a diferencia del criterio de incardinación territorial de las Diócesis, a cuyo frente hay un prelado- se genera una estructura paralela regida por un prelado, que en el caso de los conservadores anglicanos, será su máximo jerarca. Estimando en unos quinientos mil el número de fieles que pasarían a la Iglesia Católica.
A esta particularidad de la Prelatura personal, habría que añadirle otra peculiaridad –que funcionaría como norma privada o privilegio- en razón de la situación del clero anglicano que han contraído matrimonio, y que se admitiría dentro del clero de la prelatura, nunca extensible al resto de los sacerdotes católicos –que mantendrían la obligatoriedad del celibato-, condición que se afirma no alcanzaría a las ordenaciones episcopales, pues se evitaría que las mismas recayeran en curas casados.
Todo esto, que puede representar un pequeño paso en la búsqueda de la anhelada unidad de los cristianos –que, dicho sea de paso, resulta ser un deber evangélico-, no deja de ser un paso simbólico, que trae consigo unas peculiaridades, en forma de privilegios, que pronto generarán el consiguiente malestar clerical, especialmente de los sacerdotes casados –que fueron secularizados- y cuyo carácter presbiterial nunca han perdido, habiendo reivindicado de forma permanente su vocación sacerdotal, su disposición al servicio a la Iglesia, y la falta de fundamento teológico del deber célibe.
Pero por otra parte, con la ingeniosa fórmula de la Prelatura personal, nos encontramos con otras consecuencias, no siempre deseadas, en lo que supone de generación de grupos intraeclesiales con una peculiar formación catequética y grupal, que presenta matices, a veces de perspicacia sutil, y que conforman estructuras paralelas intraeclesiales.
Por consiguiente, movimiento de retorno a la Iglesia romana, que representa un pequeño paso en dirección a la unidad de los cristianos, cuyos grandes cismas (de la Iglesia Ortodoxa, y del protestantismo) por protagonismos, disensiones intransigentes, e intereses nacionales, aún muestran públicamente las diferencias dogmáticas y estructurales dentro de una misma fe. Siendo muy oportuno que por parte de todos se siga profundizando con comprensión, generosidad y espíritu fraternal en el movimiento ecuménico, que esperemos no se resienta por esta incorporación, con el resto de la Iglesia anglicana no retornada al catolicismo.
Y por último, parece llegado el momento de que Roma empiece a replantearse la derogación de la medida del celibato obligatorio, ante esta realidad intereclesial –que pasa a ser intraeclesial, con medidas como la comentada, o con la convivencia de pastores ortodoxos (también casados) con los sacerdotes católicos en las Iglesias que atienden a inmigrantes eslavos seguidores de este grupo-, y que junto con la falta de vocaciones sacerdotales, parece lógico –en consonancia con la historia, y con la consideración conciliar del Vaticano II de “Iglesia pueblo de Dios”, en vez de Iglesia jerárquica- que se aborde esta actualidad de reincorporar al servicio de la Iglesia a la multitud de sacerdotes casados existente. Dado que, por otra parte, incluso el Diaconado Permanente –que permite determinados oficios eclesiásticos de servicio en las parroquias- comprensivo de casados, tampoco se ha prodigado por parte de la jerarquía eclesiástica, pese a las necesidades manifestadas en no pocas parroquias, especialmente de servicios litúrgicos, de evangelización y catequización de jóvenes y adultos, así como de servicios a la comunidad eclesial.