lunes, 6 de diciembre de 2010

EN EL XXXII ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA



Celebramos un año más el aniversario de nuestra Carta Magna, que tuvo el mérito de posibilitar el tránsito político de una dictadura a una democracia, con lo que eso supuso de meritorio, especialmente por lo pacífico que resultó como epílogo a cuatro décadas de régimen autoritario que emergió de un dramático conflicto civil con más de un millón de muertos, y con unos odios que impidieron la normal convivencia durante otro mucho tiempo.
            Ese es el “haber” de esta Constitución, que trajo a España un régimen de libertades públicas que era ansiado por la población, e intentó poner punto final a la separación de las dos Españas, tras la guerra civil y el periodo opresivo fascista que triunfó tras el conflicto.
            Por consiguiente, hay que reconocerle a los constituyentes el gran esfuerzo que hicieron, en un tiempo difícil, para consensuar un texto constitucional que nos permitiera vivir pacíficamente, en pleno ejercicio de las libertades ciudadanas, cosa que en gran medida se consiguió, y además el propio proceso de transición democrática pacífica y consensuada, fue tomado como ejemplar por parte de la Comunidad Internacional, que pronto reportó la normalización diplomática de España con prácticamente todo el mundo, así como su aceptación internacional como una nueva democracia.
            Pero como siempre suele ocurrir, “no es oro todo lo que reluce”, y con el paso del tiempo, se ofrece una perspectiva mayor del alcance de la implantación de la Constitución. Puesto que el conocido Título VIII de la misma no ha sido todo lo feliz que se hubiera querido, pues ha desarrollado un “Estado de las Autonomías” que en la práctica está dando muchos problemas, al punto de plantear su inviabilidad, con multiplicación costosísima de la burocracia y cargos políticos, con perniciosos efectos de inoperancia de gobernabilidad, ante continuos conflictos competenciales con el Estado, y porque finalmente ha ido generando una progresiva desmembración del Estado a favor de 17 Taifas, que debilitan la acción del Estado casi permanentemente, amen de fraguar la desigualdad ciudadana por territorios, hecho que supone en sí mismo una quiebra del “Estado de Derecho” basado en el principio de igualdad de derechos de la ciudadanía. Por consiguiente, ha de abrirse un debate político y pactar el tipo territorial de Estado que España requiere en la actualidad, dado el fracaso del régimen autonómico, habría que plantearse bien volver a un Estado Unitario descentralizado administrativamente –cuestión que hoy en día es fácil de lograr, con el apoyo de las nuevas tecnologías de la información-, bien avanzar a un Estado Federal, donde cada territorio asuma sus propias responsabilidades de gobierno, incluso las fiscales, sin que haya ningún tipo de parasitación al Estado, sin mermar la estructura del Estado Nación, y por supuesto, sin intentos anacrónicos y desiguales de “federalismo asimétrico” como los que apuntó en su día el ínclito Maragall.
            Igualmente los poderes del Estado, en la actual configuración parlamentaria de nuestra Constitución, no tienen asegurada su independencia, pues la vinculación a la Cámara legislativa del Ejecutivo y del Judicial no lo hacen factible, dando lugar a gobiernos apoyados por una mayoría absoluta parlamentaria que los hacen incontrolables políticamente, y por el contrario a otros gobiernos apoyados por mayorías débiles que los hacen rehén del parlamento, especialmente de sus socios –normalmente minorías nacionalistas- que pervierten las esencias democráticas de las mayorías. Y otro tanto, habría que decir del Poder Judicial, en la conformación de las cúpulas judiciales, claramente influidas por los partidos políticos con influencia de gobierno.
            Por otro lado, la ley electoral –tan previsora con la existencia y el respeto a las minorías- tiene el doble efecto pernicioso y por ello injusto. De una parte, beneficia al partido más votado, reforzando su mayoría cuantitativamente, y de otra parte, al querer considerar la proporcionalidad de las minorías territoriales, llega al dislate de posibilitar diferencias tan injustas como que el PNV tenga 5 diputados, con muchos menos votos que IU o que UPyD, este último alcanzó 1 solo diputado. Luego ya no se puede decir aquella máxima democrática de la igualdad de voto (“un hombre, un voto”), en tanto que la premisa de que vote cada ciudadano sí se cumple, pero el valor de su voto no suele valer lo mismo, según en qué circunstancias y a qué tipo de formaciones políticas se otorgue. Y esa injusticia no es bueno que se siga perpetuando, por la propia salud democrática del País.
            Otro dato en que se evidencian contradicciones es la que regula la sucesión de la Corona, donde se posterga en el orden sucesorio a la mujer frente al varón. Algo que no sólo está en contradicción con el mismo texto constitucional que afirma la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, sino que resulta un lacerante anacronismo con nuestro tiempo.
            De otra parte, otro ejemplo que requiere un necesario ajuste constitucional es la conformación de una estructura de Estado que asegure la igualdad a todos los ciudadanos españoles, vivan donde vivan.
            Y finalmente, también requiere un necesario ajuste la declaración del Estado español como láico, más allá de  las ambiguas declaraciones de aconfesionalidad, y de trato privilegiado a ninguna religión, previo reconocimiento de la libertad de creencias y de expresión, lo que conlleva que cada ciudadano y grupo de ciudadanos tienen derecho al libre ejercicio privado y público de sus creencias, respetando otras creencias o falta de las mismas. Pero el Estado como tal no comparte ninguna, ni participa en ningún tipo de acto religioso como tal. Lo que no impide que cualquier gobernante pueda participar en ellos pero a título privado como ciudadano, no en razón de su cargo y representación.
            Por tanto, con estos avances creemos que la Constitución mejoraría para asegurar el “Estado de Derecho” que quiere y desea la mayoría de los ciudadanos españoles, respetando los criterios minoritarios, pero que han de quedar en sus propias manifestaciones minoritarias, en tanto sean tales. De manera que España acabe de entrar así en el S.XXI, y sea capaz de volver a ser una Nación próspera y de convivencia armónica y pacífica.

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