miércoles, 20 de julio de 2011

75 ANIVERSARIO DE UNA TRAGEDIA NACIONAL


Acaba de recordarse una trágica efemérides, cual es el caso del inicio de la Guerra Civil española, el 18 de julio de 1936, y como tal ha sido sentida entre los españoles. Pues dicho conflicto dividió inexorablemente a la sociedad española en dos bandos irreconciliables por mucho tiempo, porque mucho fue el odio que generó.


Siempre se ha dicho que las guerras duran 100 años, pues más allá del tiempo de conflicto, suelen perdurar los daños morales durante la vida de varias generaciones. Por tanto, sólo cuando los actores inmediatos del conflicto dejan de existir, es cuando realmente el conflicto decae en intensidad, e integra la historia en la memoria colectiva de una sociedad.

La Guerra Civil en España vino a ser la catársis que la sociedad española había venido encubando desde el transcurso del S. XIX, unida a la revolución social y política en que abocó el país, como anteriormente lo fué la Revolución Gloriosa en Inglaterra, o la Revolución Francesa entre nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos.

La profunda crisis en que se vió sumida España con la Guerra de la Independencia, las guerras carlistas, y el hundimiento del Imperio con la pérdida de las últimas colonias de ultramar, la restauración canovista –régimen al servicio de la vuelta monárquica, que pronto se agotó-, generaron el cauce de un cúmulo de problemas de una sociedad auténticamente en crisis, que desembocó en un régimen republicano, por el que casi ninguna de las principales fuerzas políticas apostó.

La derecha católica conservadora, la monárquica, la extrema derecha, pusieron de manifiesto su animadversión por el régimen republicano, e incluso algunos su simpatía por los nuevos ideales filofascistas. Por otra parte, los anarquistas, comunistas y socialistas pronto fijaron su atención en la Revolución Comunista Rusa, de forma que una República demoliberal no acomodaba apenas a pequeños sectores de la población. Y así sucedió que casi nadie apostó por el régimen republicano, lo que además supuso que en plena Guerra Civil se diera una auténtica revolución social entre la ciudadanía española.

Por consiguiente, los resultados trágicos no eran sino una consecuencia de la confrontación de posiciones políticas enconadas, favorecido por el curso histórico del país, y por el contexto internacional sumamente inestable tras la I Guerra Mundial, que fue preparando el paso a la II gran confrontación.

Si bien, lejos de consideraciones épicas –que en otro tiempo se hicieron, por parte de los vencedores, que son los que se apropian del relato histórico-, hemos de considerar la triste situación de violencia, odios, venganzas y confrontación que duró décadas. Pues cuando cesó la actividad bélica del campo de batalla, comenzó una labor depurativa de persecución y aniquilación del enemigo vencido, que tantas vidas truncó –física y moralmente, según los casos-.

Por eso, la transición política fue una solución paliativa entre los bandos en conflicto, que aún mantenía dividida a la sociedad española de final de la década de los setenta del pasado siglo. Lo que fue factible por la generosidad y altura de miras de sus actores principales, de uno y otro bando, especialmente guiados por el empeño del nuevo monarca que sabía que para conseguir la paz sobre una sociedad dañada requería del apoyo y consenso de todas las fuerzas políticas para que entre todos se abriera un nuevo capítulo de normalización de la convivencia española. ¡Y así fue..!.

Pero como toda obra –por sólida que sea- requiere con el tiempo su renovación, su adaptación, restañando las fisuras que el paso del tiempo vuelve a generar. Quizá sea este ese momento, en que la “obra de la transición” –tres décadas después- alivie sus nuevas tensiones y restañe sus nuevas fisuras. Tales como el arreglo del Título VIII de la Constitución, respecto de las Autonomías, la ley electoral, la equiparación de sexo en la sucesión monárquica, la adaptación o eliminación del Senado, y sobre todo un auténtico régimen de separación de poderes, que en la actualidad no resulta asegurado en nuestras altas instituciones.

Y esa labor, pese a la actual crisis económica y social, habría de llevarse a cabo con celeridad, con generosidad política, con altura de miras de todas las fuerzas políticas, como las tuvieron sus antecesores que hicieron la transición; mediante la concertación política y social que haga próspero y viable el proyecto común que nos debe unir a todos los españoles. Dejando en la memoria activa las pedagógicas lecciones que la historia nos reserva de nuestro pasado, por trágico y lamentable que sea.

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