jueves, 25 de agosto de 2011

PRECIPITADA REFORMA CONSTITUCIONAL



La Carta Constitucional representa el acuerdo social mayoritario por el que se organiza la vida pública, la convivencia y las instituciones públicas del país. Es cierto, como dice algún jurista que no es ni más ni menos que una ley; pero para ser exactos habríamos de matizar esa simplicidad con el matiz de que se trata de la “ley de leyes”, de máximo rango que diseña el marco normativo del país, al que todo el ordenamiento jurídico se somete.
Por ello, debe ser aprobada con una amplia mayoría política y con el máximo respaldo popular, y en consecuencia, toda reforma de la Carta Magna ha de ser cuidadosamente tratado y escrupulosamente atendido con el máximo de garantías legales, en el fondo y en la forma, que garanticen la esencialidad jurídica de dicho texto constitucional.
No es una cuestión baladí, pues junto con la regulación de las altas Instituciones del Estado, la determinación de los poderes del mismo, la regulación de la forma de gobierno, y de la articulación del poder territorial, se recoge en ella también la carta de derechos fundamentales que protegen y proveen por la libertad y los derechos esenciales, en los ámbitos público y privado de los ciudadanos, herencia del sistema demoliberal que se fraguó tras unas arduas luchas de poder con el Antiguo Régimen absolutista, y que en España generó un trágico e inestable S.XIX, con una profunda inestabilidad política que llegó hasta la Guerra Civil de 1936-1939, que concluyó con una dictadura que cegó la luz a tales derechos durante casi cuatro décadas con los perniciosos efectos que todo ello comportó para el país a lo largo de más de un siglo.
Por consiguiente, la Constitución vigente, aun no siendo perfecta sirvió para articular un sistema de convivencia democrática en nuestro país, tras el largo paréntesis de la dictadura franquista, que pese a las habituales tensiones y fisuras sociales han posibilitado el tránsito y desarrollo democrático de nuestra sociedad.
Pese a que algunos apuntaron la necesidad de reforma del Título VIII de la Constitución, así como el conveniente ajuste –dentro de la regulación de la Corona- de la igualdad de sexos en el orden sucesorio; siempre se señaló la conveniencia y necesidad de abordar la reforma de forma cautelosa y serena.
Sin embargo, ha bastado que la crisis económica haya determinado que Merkel y Sarkozy exigieran que las Constituciones de los países de la UE fijaran un techo de gasto público, para que de inmediato Zapatero haya promovido por vía de urgencia la referida reforma constitucional, con el aplauso y apoyo del líder de la oposición –que interpretando la voluntad de los presidentes franco y alemán, se decanta por fijar en el texto constitucional el déficit cero presupuestario-. Algo, que de llevarse a cabo, supondría la auténtica sumisión de la política a la economía. Y cuando se invierte el orden de relación, algo fundamental se distorsiona en nuestras sociedades occidentales.
No obstante, hemos de reconocer que no se puede gastar más de lo que se ingresa, viviendo por encima de nuestras posibilidades, como hemos vivido en la última década en España, con la falsa confianza de un progreso económico estable,  y sostenible, pensando siempre en el apoyo solidario de los miembros de la UE. Pero ha bastado una de las grandes crisis cíclicas del capitalismo –ante la imperfección del mercado como sistema autorregulador de ajuste-, para que todo se haya tambaleado seriamente, entrando en una espiral de inestabilidad económica, que está cuestionando las propias raíces del sistema capitalista occidental, afectando seriamente al proyecto de construcción europea, y finalmente pudiendo erosionar nuestro sistema político demoliberal, si los gobiernos actuales no acaban siendo eficaces en la gestión de estos difíciles tiempos de crisis, con la destrucción de tejido productivo y la legión de parados generada.
En estas circunstancias, no parece muy lógico abordar reformas constitucionales, y menos por vía de urgencia, que sustraiga el proceso de reforma a la oportuna consulta plebiscitaria.
Pero además, no parece necesaria dicha inserción en el texto constitucional, dado que por la propia regulación de la Ley Presupuestaria se puede regular, como lo ha estado. Y sobre todo, hay que estar atinado en la redacción de la limitación legal del gasto, pues el fijar un déficit cero puede suponer llevar a la ciudadanía a esfuerzos innecesarios por imperativo legal, en épocas de crisis. Ya que cualquier empresa suele recurrir al mercado bancario para el crédito, siempre que este sea asumible a su solvencia y posibilidad económica de devolución de éste. Siendo ese uno de los principales beneficios de la banca para su entorno económico y social, que ha representado el principal factor de desarrollo capitalista de nuestro entorno. Y si esto, es factible e incluso recomendable en el ámbito privado, no lo es menos en el público, donde Keynes demostró la innecesariedad del déficit presupuestario cero, y su benéfico efecto sobre el desarrollo económico, en el que el Estado puede dinamizar la actividad económica en momentos de caída o enfriamiento de la misma, y sobre todo en orden al establecimiento de infraestructuras o servicios públicos esenciales.
Por consiguiente, más allá de los intereses de algunos de los acreedores europeos que no asumen soluciones como las del bono europeo y un sistema fiscal homogéneo, sino que exigen garantías futuras de actuación; habríamos de afrontar una seria reflexión sobre la conveniencia de que España de dicho paso, por innecesario, inconveniente, y precipitado. Amén de poner de manifiesto que la soberanía nacional queda condicionada seriamente a la voluntad e interés de acreedores y gobiernos extranjeros, ante los que se puede responder de forma serena, razonable y progresiva en el pago de la deuda, según los mecanismos habituales en estos casos, o bien con la generación de mecanismos financieros y fiscales extraordinarios y nuevos en orden a salvar la UE –esa posición parece que sería la más recomendable para España, en los momentos actuales-.


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